¿Es lícito especular con los precios de los productos agrícolas o con las mascarillas contra el coronavirus? ¿Por qué no? ¿Por qué sí? Que algo sea «lícito» no se refiere solo ni principalmente a que sea «legal» sino, sobre todo, a que sea «legítimo» o «justo». ¿Es, pues, legítimo o justo especular con los precios?

Los que creen que sí afirman que la especulación es algo consustancial a la economía de mercado, que es la que rige nuestras sociedades haciéndolas -dicen- libres y prósperas. Si alguien te vende mascarillas contra los virus a mil euros o te compra los tomates a la mitad de lo que te pagaba antes, no solo está en su derecho, sino que hace lo que debe en el marco de un sistema económico en que la especulación con los precios -comprar barato y vender caro- es parte del juego. Prohibir o poner límites «morales» al negocio especulativo sería, al fin, como acabar con él y, al cabo, como ponerle puertas al campo, pues los seres humanos somos -afirman- egoístas por naturaleza, y tendemos inevitablemente a priorizar nuestro beneficio sobre el de los demás.

De otro lado, los que creen que la especulación con los precios no es justa encuentran, como es lógico, igualmente ilegítima la libre economía de mercado. No ya porque la «libertad» y el «bienestar» común que el mercado promete sea, según ellos, un fiasco (no hay más que ver cómo aumentan los índices de desigualdad y pobreza en el mundo) sino, sobre todo, porque los conceptos de «libertad» y «bienestar» que se propugnan son inadecuados. Frente a ellos, los «anti-mercado» proponen otros valores -cohesión comunitaria, uso responsable de la libertad, austeridad, igualdad, respeto al medio ambiente...- y una concepción más cooperativa y solidaria del ser humano -frente a la noción competitiva y depredadora de los «pro-mercado»-. Hay que añadir que esta posición crítica frente al mercado (avalada no solo desde el marxismo y otras ideologías de izquierdas, sino por nuestra misma tradición cristiana, que considera a la especulación y la usura como pecados a evitar) es hoy minoritaria.

Exponer la posición de los que defienden y atacan la especulación es fácil. Lo difícil es explicar cómo es posible defenderla y atacarla a la vez, que es la posición en que estamos, por acción u omisión, muchos de nosotros. ¿No especulan acaso tanto como pueden los propios agricultores que protestan contra la especulación (eliminando o acumulando -por ejemplo- parte de sus productos para mantener los precios altos)? ¿No nos aprovechamos, acaso, todos nosotros de la miseria que se paga a los trabajadores del tercer mundo, comprando a precios de risa en el bazar de la esquina? La mayoría especula tanto como legalmente puede con su vivienda, sus bienes, sus ahorros. Así pues, los agricultores que bloquean estos días las carreteras, o los que nos indignamos contra los «buitres» que venden mascarillas a mil euros, no podemos estar diciendo que la especulación sea en sí misma ilícita, pues todos, de manera más o menos consciente y activa, toleramos -y vivimos cada día de- ese inmenso mecanismo especulativo que es el mercado.

¿Entonces? ¿Qué queremos decir cuando nos quejamos de que «han subido» las mascarillas o de que «han bajado» los precios (en origen) del tomate? En rigor, solo una cosa: que cuando la subida o bajada de precios no nos conviene nos parece un horror -pero cuando nos beneficia nos parece de perlas-. Por eso exigimos al Estado que intervenga la economía y regule los precios cuando nos va mal -y que no nos moleste con sus leyes intervencionistas y sus impuestos cuando nos va muy bien-. Así expuesto parece una simpleza. Pero estoy seguro de que ustedes me entienden.

No se engañen. Todo lo que vemos estos días consiste en una lucha de poder por la que unos y otros presionamos (con influencias, con votos, con protestas) para «corregir» al mercado hacia donde más nos conviene, sin dejar de participar o intentar beneficiarnos ni un momento de él. Lo inaceptable es querer venderlo como un grito de «indignación moral» frente a intermediarios o especuladores. A no ser que lo hagamos mirándonos al espejo -«speculum», en latín-. Háganlo a ver.

*Profesor de Filosofía.