La peripecia vivida por los tres niños de 7 y 5 años y 10 meses que sus padres se llevaron por la fuerza del hogar infantil Julián Murillo el 30 de agosto, es una de esas historias que permite vislumbrar a la sociedad, con un solo golpe de vista, el drama que puede ser vivir en el seno de una familia desestructurada. Resulta desgarrador ver que unos niños, es decir, los seres más indefensos y, por eso mismo, más necesarios de protección social (qué imprescindibles se ven ahora instituciones como la de este hogar) tienen que enfrentarse a situaciones de zozobra como las vividas desde el momento en que sus padres los metieron apresuradamente en el coche después de golpear al vigilante, hasta que fueron detenidos en Avila.

Es obvio considerar a los niños como las principales víctimas de este suceso, porque verdaderamente lo son. Pero el suceso también ha desvelado que no son las únicas víctimas: esa condición la comparten con sus padres. Unos padres sobre los que los tribunales tendrán que pronunciarse con el rigor debido. Pero tal vez la sociedad no sería del todo justa con ellos si no apreciara, aun en su conducta equivocada para con sus hijos e injustificadamente agresiva con el vigilante, el gesto de resistencia a estar separados, un gesto que otras veces se echa de menos en familias llamadas normales.