Al fútbol le sobran vísceras y le falta paciencia. Bien lo saben los entrenadores, que en cuatro partidos -a veces menos- pueden pasar de héroes a villanos.

El último ejemplo de esta transformación ontológica lo vemos en Julen Lopetegui, que vivía una situación envidiable hasta hace muy poco. A dos días del inicio del Mundial de Rusia, la selección española iba como un tiro, y él ya había apalabrado, para cuando terminara el campeonato, entrenar al equipo de sus amores, el Real Madrid. Pero la tormenta perfecta estaba a la vuelta de la esquina: el cagaprisas de Florentino Pérez no pudo esperar unas semanas para comunicar a la prensa el fichaje de Lopetegui, y lo demás es sabido: destitución del entrenador por el inepto de Luis Rubiales, la marcha de Cristiano Ronaldo a la Juventus y la llegada del vasco a un club que no te perdona un resfriado. Y hoy, después de cuatro partidos malos del Real Madrid en los que, además, los postes hicieron las veces de defensas y los porteros rivales parecieran la reencarnación del mismísimo Lev Yashin, la carrera deportiva de Lopetegui pende de un hilo. Nuestro héroe, ensalzado en los primeros partidos de la Liga por quienes hoy lo condenan a la hoguera, es ya un villano de la peor calaña.

No sé cuál será el destino del vasco, ni siquiera conozco el resultado del partido ante el Viktoria Plzen el miércoles (escribo este artículo el martes por la mañana), pero todo hace pensar que Florentino ya ha comenzado a afilar la guadaña con la que cortarle el cuello, y si no fuera por la presión de cuatro jugadores (Isco, Sergio Ramos, Marcelo y Lucas Vázquez), el míster ya estaría camino del cadalso, atribulado, preguntándose qué hecho para merecer esto.

Lo que ha hecho es dedicarse al fútbol, un negocio que mueve pasiones y dinero a raudales y en el que el éxito es ese gigante con los pies de barro que no se casa con nadie.