Mes de julio, en Sevilla, años 90. Mi amigo Miguel y yo estábamos tomando algo en una terraza recoleta y tranquila cuando de repente un tipo alto y fuerte que estaba sentado a otra mesa con una chica -tal vez su novia- se levantó y se dirigió a la mesa frente a nosotros, donde dos chavales pasaban el rato. Sin hacer aspavientos, le ordenó a uno de los chicos que se levantara. Cuando este obedeció, le dio un fuerte tortazo, que se escuchó en todo el lugar. Acto seguido, el victimario se dio medio vuelta y regresó a su mesa, se sentó junto a la chica y siguieron a lo suyo. El chaval que recibió el tortazo no dijo nada, se limitó a llevarse la mano a la mejilla golpeada y a echarle alguna que otra mirada de reojo al fortachón que le había agredido. Poco después se marchó junto a su compañero.

Mi amigo Miguel y yo comentamos la escena en voz baja, por miedo a llevarnos otra castaña. El episodio era ciertamente insólito. Habíamos presenciado bastantes peleas, con el consabido intercambio de golpes, gritos y amenazas. Pero nada de eso ocurrió aquí. El tortazo no supuso un antes y un después en la paz de aquella terraza sevillana.

Yo que soy curioso por naturaleza me marché a casa con una frustrante sensación de orfandad informativa. Si el tortazo había sido sorpresivo, la inacción posterior lo fue aún más. ¿Por qué le había pegado? ¿Por qué el agresor se dio media vuelta sin decirle nada al agredido? ¿Por qué este asumió el tortazo sin quejarse? ¿Por qué las personas implicadas siguieron como si nada hubiera ocurrido? ¿Adónde, en definitiva, habían ido a parar la presentación, el nudo y el desenlace de aquella historia?

En aquel lejano mes de julio en Sevilla, pensé que no volvería a presenciar nada tan extraño y difícil de asimilar. Juzgue el lector, si me lee en estas Navidades de 2020, tras la bofetada de un virus minúsculo a un planeta entero, qué equivocado estaba yo.

*Escritor