Hay una atracción de ponys de carne y hueso que sobre sus lomos portan a niños, que disfrutan de un paseo ecuestre. En la imaginación de estos niños, posiblemente se vean a lomos de un hermoso corcel que encabeza una marcha de también hermosos caballos, atravesando un precioso bosque tupido y saltando de vez en cuando algún que otro obstáculo que se encuentran en su deambular; también como si de magia se tratara, hasta sus vestiduras, en esa mente que todo lo puede, se transforman en ropajes medievales que les convierten en guerreros de lanza en ristre dispuestos a alancear y derribar de un certero golpe a todo el que ose cruzarse en su camino. Pero lejos de su imaginación, la triste, y muy triste por cierto, realidad es que el rocín es en realidad un pequeño pony y que el bosque impenetrable se reduce a un círculo de escasos metros de diámetro, donde estos animalitos, que a todos nos resultan graciosos, están atados durante horas día tras día, condenados a dar vueltas y vueltas como zombis ajenos a todo el bullicio que les rodea y ajenos a ese bosque y libertad que sus montadores pueden llegar a soñar. ¿Alguien es capaz de imaginarse lo que esos animalitos deben sentir?, ¿a alguien se le ha pasado por la cabeza la tortura que un día tras otro supone dar y dar vueltas a un círculo sin final? Los padres, que en lo de imaginación se alejan de sus hijos por eso de que la edad la va enterrando poco a poco, deberían ser más conscientes de la realidad en la que sus hijos se montan. Y a las autoridades les queda cumplir con su obligación, y si algún experto en la materia dictamina que estos animalitos, en su uso para ese fin, están siendo maltratados, desautorizar y retirar dichas atracciones, que a mi juicio, en pleno siglo XXI y en el primer mundo, no se deberían consentir.

Julio Rodríguez Salas **

Cáceres