La Organización Internacional del Trabajo (OIT) lleva tiempo advirtiendo de que el precio del trabajo está cayendo por debajo de los mínimos que garantizan la subsistencia de las personas. Ahora nos revela que uno de cada diez trabajadores es pobre. Es decir, que con lo que cobra no consigue llegar a final de mes cubriendo sus necesidades básicas: alimentación, salud, vivienda, escuela... Esta es una novedad que lleva tiempo larvándose. Desde los tiempos del primer capitalismo que no vivíamos una situación como esta. En la segunda mitad del siglo XX, muchos países estaban hundidos en la pobreza por el intercambio comercial desigual entre el precio de las materias primas que vendían y los productos elaborados que compraban. Pero, tanto en los países más desarrollados como en los más empobrecidos, el trabajo equivalía en la práctica a salir de la pobreza. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? Tiene que ver con la crisis, con la forma como hemos salido de la crisis y con algunas dinámicas que vienen de lejos, muy especialmente la de la globalización.

A finales del siglo XX, diversas rondas en los acuerdos de libre comercio del GATT lograron reducir los aranceles de entrada tanto de las materias primas como de los productos industriales. Se dijo en aquel momento que eso iba a impulsar el comercio y el crecimiento económico. Y en algunas circunstancias lo hizo. Pero también provocó otros fenómenos como la deslocalización de la producción y la elusión fiscal. En el primer caso, se dijo, hizo que la creación de empleo se desplazase a países deprimidos, cuyos trabajadores resultaban competitivos. De manera que las empresas trasladaron sus fábricas ahí donde obtenían un precio más barato del trabajo, no solo por los bajos salarios sino por los costes asociados a la protección social. Lejos de igualar al alza la riqueza de las naciones, lo que ha provocado este fenómeno es una presión a la baja de los salarios en los países más desarrollados. Y de esa competencia han salido perjudicados los trabajadores de unos y otros países.

Ante este panorama, la solución fácil es el proteccionismo de Trump o Johnson: cerrar las fronteras, subir los aranceles y conseguir que las fábricas vuelvan a la metrópolis donde los trabajadores estarán lo suficientemehte atemorizados para aceptar menor salario o menor protección de la que habían tenido. Ese es el final de la espiral.

Pero hay que recordar que otra globalización es posible, como decían los movimientos sociales en el cambio de siglo. Se podrían bajar los aranceles solo entre Estados que tuvieran el mismo grado de protección social. Se trata, como lleva años exigiendo la OIT, de acabar con el dumping laboral. Ese es un camino más seguro que el de volver al proteccionismo. Y es una decisión que no se puede tardar mucho en tomar porque los robots ya están ahí presionando también a la baja el precio del trabajo. Urge recuperar el contrato social, porque la pobreza es incompatible con el desarrollo económico pues lastra el consumo y la competencia basada en la eficiencia.