Mientras la monarquía cojea, no solo de la cadera, y las otras instituciones pierden a pasos de gigante la confianza de quienes deberían estar bajo su amparo, aparece el Papa y ventila de una sola pasada el olor a cerrado de sus habitaciones. En seis meses ha abierto ventanas, lavado cortinas y barrido el polvo escondido bajo las alfombras, en una limpieza general, al menos de palabra, que tiene a los conservadores con el alma en vilo.

Aún no hemos visto las reformas que se adivinan tras su discurso, pero su simple anuncio ya promete revuelo. En Lampedusa criticó la pasividad ante la emigración, ha tendido la mano a los excluidos de la Iglesia (el confesionario no puede ser una sala de torturas), habla del papel de la mujer y ha rechazado que se pierda tanta energía en el tema de la homosexualidad y el aborto. Y ahora, en Cerdeña, acaba de pronunciar la oración más cercana, la que estamos deseando escuchar todos, sea cual sea nuestro credo. Trabajo, trabajo, trabajo.

Los ídolos del dinero nos están robando nuestra dignidad, nos están llevando a la tragedia, ha dicho. Y también ha defendido a los ancianos, los grandes excluidos de la sociedad. Un Papa que habla de sistemas injustos que nos quitan la esperanza, y pide al Señor que no olvidemos ayudarnos entre nosotros, no se parece en nada a los anteriores. No sé si será la mayor campaña de captación de fieles o si al final todo quedará en un simple discurso. Sea lo que sea, un Papa que nos recuerda que Jesús fue carpintero trae un soplo de aire fresco. Trabajo, trabajo, trabajo. Una oración fácil de rezar incluso para quienes lo dejamos hace tiempo. Así sea.