Cientos de miles de seres humanos sepultados. Manos, pies, rostros cubiertos de ceniza que asoman entre los escombros. Semblantes curtidos, inundados de lágrimas. Brazos que envuelven y acunan cuerpos sin vida. El desamparo de los niños que han sobrevivido a sus familias y vagan por las calles, dirigiéndose a un hogar devastado, buscando una familia que ya no está. El duelo colectivo en las calles. El rastro que deja tras de sí la muerte. Las consecuencias del poder devastador de una naturaleza desbocada.

Hombres y mujeres de todo el mundo que se acercan a ayudar. Expresiones de solidaridad.

Desgraciadamente, también, arribo de desalmados que, hasta en situaciones tales, aspiran a beneficiarse del caudal humanitario que llega, tratando de aprovechar el caos reinante, la desorientación general, para desviar las ayudas antes de que lleguen a su destino último. La capacidad de los seres humanos de hacer el mayor de los bienes o el peor de los males. Muestras de generosidad y misericordia que sortean esos obstáculos del egoísmo y la perfidia.

Reflexiones sobre lo minúsculos e insignificantes que somos, sobre la poquedad del ser humano; sobre qué es lo verdaderamente esencial, lo importante, en la vida. Y paradojas de la existencia: una realidad teñida por la muerte, plagada de enseñanzas sobre la vida. Al final: un eco que no se apaga, lágrimas que no dejan de brotar, el recuerdo de dolor que siempre habremos de guardar sobre la terrible pérdida de vidas humanas que se ha producido en Haití.

Antonio Galván González **

Calzadilla de los Barros