Estremecidos por el accidente de Santiago, volvemos a convivir con una gran tragedia que, aunque a varios cientos de kilómetros, demuestra que nuestras vidas siempre penden de un hilo. Y también de la suerte de haber elegido ese u otro tren para pasar unos días de vacaciones o esa carretera y por qué no otra para llegar hasta un destino que nunca fue el final.

Masticando el dolor y las imágenes que demuestran cuánto somos de vulnerables, la historia se repite, interrumpiendo la placidez del verano en el que parece que lo peor pasa a segundo plano. Un error. Como hace unos años con la tragedia del avión de Spanair, en pleno mes de agosto, llega otro sobresalto. La congoja y el miedo.

Otra herida que curar para cientos de familias que asisten incrédulas a momentos de incertidumbre y desgarro para los que nadie estamos preparados. De madrugada, en la radio suenan las voces de algunos supervivientes. La máxima vuelve a cumplirse: la realidad de la experiencia supera a cualquier ficción imaginada.

Como en una lotería siniestra, ellos no están en la lista. Han tenido suerte. El hilo que no se ha roto. Otra oportunidad. Pueden contarlo, aunque nunca olvidarán lo vivido. Igual de vulnerables, su viaje continúa, pero ya nada será igual. No mirarán el paisaje con los mismos ojos si algún día vuelven a subirse al tren. Y así vamos escribiendo la vida, a veces con el sabor amargo de la crudeza de los desastres, otras con el dulce de un atardecer de verano, ese hacia el que viajan ya las víctimas del tren de Santiago. Maldito tren, maldito tren.