Corría el año 2031. Atrás había quedado el problema catalán, resuelto por fin con un acuerdo político de envergadura. A cambio de renunciar al independentismo, Cataluña recibía un buen paquete de competencias nuevas, muchas de las cuales se habían reservado para el Estado hasta ese momento. Lógicamente, se introdujo una nomenclatura distinta para referirse a la nueva realidad, fruto de tan feroz proceso de transferencias. Por ejemplo, el marco jurídico recién gestado se llamaba la Constitució Catañola, y sus ciudadanos eran catalans de lunes a viernes, para pasar a ser catañoles los fines de semana. Pero, ¡maldita y perniciosa envidia!, los cántabros, seguidos de los galaicos y andaluces, y pronto todos los demás, incluidos los serragatanos y los ponferradinos, como si estuvieran aguijoneados por un enjambre de mosquitos tigre, reclamaron para sus territorios idénticas condiciones, lo que obligó a una nueva oleada de transferencias estatales hacia todos los puntos de la rosa de los vientos de la península ibérica. Los políticos, politólogos y polienterados, tras múltiples discusiones y consideraciones, así como hábiles sincretizaciones conceptuales de todos los nacionalismos, federalismos, soberanismos, confederacionalismos, independentismos, competencismos, y autonomismos vigentes, se encargaron de alentar todas estas apetencias que la mayoría declaraba eran fruto de un largo sufrimiento histórico soportado por cada uno de esos territorios posiblemente desde la época tardorromana.

España, que en un breve interregno se nombró Federación Ibérica, pronto tuvo que llamarse Transferulia, pues ya no la reconocía ni la madre que la alumbró. No existía Parlamento, ni organismos nacionales; ni siquiera Constitución, sino un documento llamado Cuadernillo de Residuos Competenciales. Los habitantes de la extinta España pasaron a denominarse transferoles, aunque en realidad cada uno se designaba con su gentilicio territorial, excepto cuando viajaban al extranjero, momento en que muchos optaban por autodenominarse «despañol». En la etapa previa, el Estado ya había sido despojado de la mayoría de las competencias que retuvo y ejerció en aquella denostada época de las Autonomías, por lo que en este momento histórico prácticamente no conservaba ninguna capacidad de gestión. No obstante, para él se había reservado la organización de los viajes del Imserso, así como la revisión de los contenidos machistas y agresivo/morbosos de los cuentos clásicos y la convocatoria de los campeonatos de tute subastado.

La filosofía política del momento y el rapto mental de algunos gobernantes iluminados, habían generado un federalismo novísimo y atómico, en el sentido griego del término. Cada entidad territorial que tuviese voluntad de ello, por ínfima que fuese, podía reclamar para sus habitantes competencias plenas y absolutas. La casi ausencia de Estado conllevó la desaparición del gobierno central, sustituido ahora por un Comité Supranacional de la Concordia Interterritorial. La capital estatal, antigua Madrid, se repartió entre los estadillos federados, a excepción de los barrios de Lavapiés y Moratalaz, que adquirieron un estatus especial. En cuanto al monarca, entristecido y desorientado acerca de cuál era su papel y el territorio de su reino, decidió abdicar (bastante aliviado, todo hay que decirlo) aunque ningún organismo pudo dar fe de su decisión ni aceptarla. Así, el ya olvidado territorio español, iniciaba su andadura como la novísima Transferulia, que empezó a conocerse en Europa como la República Amalgamada.

Era el inicio de una nueva era histórica para los despañolizados españoles, ahora rebautizados como transferoles. Nadie sabía qué era aquello, y todos hablaban de un no ser pero siendo un poco, un mosaico discontinuo en un conjunto apelmazado, un aglomerado disperso aunque imbricado, unas naciones hilvanadas con el hilo de la diferencia, una variedad cementada por la intención y otras metáforas que a nadie aclaraba la naturaleza del parto. Un visionario lo resumió diciendo que era una unidad de destino en lo universal y una desunión del vecino en lo particular. ¡Qué tiempos!

Catedrático de instituto (Coria)