El volcán de Oriente Próximo está de nuevo en erupción y la comunidad internacional se halla una vez más paralizada en medio de la violencia y el caos, mientras los litigantes intercambian misiles cada día más sofisticados y crece la cifra de víctimas. La novedad es la irrupción del islamismo radical de Hamás e Hizbulá y de sus patrocinadores reales o supuestos en el tradicional, confuso y sangriento teatro de operaciones o en los estériles cabildeos diplomáticos.

El nacionalismo, el laicismo y el realismo de la OLP, constituida como movimiento palestino de liberación, han sido desplazados por la nebulosa del integrismo islámico en su combate frontal y terrorista contra el Gran Satán, ya se trate de Israel o de su protector norteamericano y sus aliados europeos. Entre las consecuencias inmediatas están la debilidad extrema del presidente palestino, Mahmud Abbás , y las reticencias de varios países árabes ante el aventurerismo de Hizbulá o Hamás, y ante la extensión del poder de los chiís en Irak, un seísmo político con epicentro en Teherán.

Israel sigue en el mismo lugar en que se situó tras su victoria en la Guerra de los Seis Días (1967), que le permitió ocupar Cisjordania, Gaza y Jerusalén oriental. Una sociedad crecientemente militarizada, aunque democrática, se asienta en dos pilares: la alianza inconmovible con EEUU, asumida por republicanos y demócratas, como si Israel fuera el 51 estado de la Unión, y una doctrina estratégica de seguridad obsesiva y represalias masivas. El Estado hebreo ya no es el Estado colonial fustigado hace 40 años, sino una avanzadilla occidental en el océano islámico en la era de la guerra contra el terrorismo.

Tan exacerbada concepción de la seguridad ahonda el foso que separa a Israel de sus vecinos desde 1948. Y puesto que el Ejército hebreo es aparentemente invencible, pero no infalible, los errores cometidos en los secuestros de sus soldados desconciertan a una opinión pública convencida de que la pérdida de una sola batalla sería fatal para su existencia. Pero no parece en condiciones de aceptar que las represalias indiscriminadas, aunque se trate de una provocación como la de Hizbulá, solo sirven para galvanizar a los extremistas.

XLA MASx trágica paradoja es que esa doctrina de seguridad, además de impulsar un castigo colectivo e injusto, debilita a los interlocutores moderados para alcanzar un acuerdo de coexistencia, ya que no de paz. Baste recordar que el asedio y la humillación de la Autoridad Palestina en 2002 llevaron agua al molino de Hamás y le allanaron el camino para el triunfo electoral de enero. En el Líbano, tras acabar con la ocupación de las tropas sirias, el frágil Gobierno democrático de Beirut es una de las primeras víctimas del incendio incontrolado, objetivo indirecto de la furia israelí, pero también rehén de Hizbulá y de las veladas amenazas de Damasco.

Como ocurre desde hace medio siglo, el problema judío-palestino emponzoña la atmósfera en Oriente Próximo, se utiliza para enmascarar el despotismo a que están sometidas las poblaciones árabes, inflama los precios del petróleo y es un obstáculo insalvable para estabilizar la región. Los palestinos, como siempre, divididos y desorientados. Mientras el jeque Hasan Nasrala , jefe de Hizbolá, es el nuevo héroe de las masas radicales y volátiles, los moderados, como Hanna Siniora y algunos colaboradores de Abbás , celebran las diatribas contra los islamistas y sus protectores sirios e iranís. Los israelís están inquietos por un problema existencial que deriva del rechazo frontal de los vecinos y el cansancio que origina una onerosa estrategia de seguridad que siempre tiene agujeros.

Como es habitual, la diplomacia llegó con retraso y muy lastrada a la cita con la sexta guerra. La ONU mantiene desde 1987 una fuerza en el sur del Líbano que no sirve para nada. Como en los peores momentos de la guerra fría, el Consejo de Seguridad está maniatado por la férrea alianza de EEUU con Israel. El secretario general de la ONU, Kofi Annan , pidió el cese de hostilidades a sabiendas de que era inasumible por Israel, mientras los estrategas israelís dudan entre la solución multilateral o una aproximación por separado en cada frente. Y los árabes conservadores no ocultan el temor de que Irán, aunque acosado en el debate nuclear, acabe por ganar la partida.

Tan endemoniado panorama no admite paños calientes ni ningún arbitrio milagroso como la promoción de un enésimo proceso de paz, cuando la verdad es que los acuerdos de Oslo de 1993 y el mapa de ruta están desacreditados, por más que la idea de paz por territorios ofrezca la única vía para la coexistencia. Mientras los cohetes de Hizbulá siembran la muerte y el pánico en Haifa, es ilusorio pedir a Israel que pare su maquinaria bélica. Los inevitables contactos diplomáticos para evitar la temible escalada deben tener en cuenta que los israelís creen que están librando la guerra más justa de su atormentada historia y que la actuación de Hizbulá como poder autónomo en la frontera es un peligro para Israel y una afrenta para el Gobierno libanés y el orden internacional.

*Periodista e historiador