Tengo por la gente de barra, mesa y mantel cierta devoción. Amamos a quienes nos dan de comer (y beber). Sea madre o sean taberneros. Mis taberneros de cabecera, carretera y manta. Valgan ellos por todas mis vidas.

Tenía Cantinflas un simpático número que consistía en leerle el periódico a una vaquilla. Impertérritos ambos. Cantinflas a sus letras y el animal a las suyas. Taimado él. Pasmada ella. Así, como la vaquilla, deben de estar los taberneros. Pasmados. Más aún. Pasmados y angustiados.

En Salamanca, mi Salamanca de revolconas y farinatos, andan como para colgarse de la corbata. En Salamanca y en toda España. Pero allí ya se han puesto en pie. El hipnótico numerito de nuestros cantiflas de turno no les cuadra, y van a patalear (en la medida que puedan y les dejen). De momento ya colocan en sus bares y en sus restaurantes un remedo del cartel fatídico: “SE TRASPASA”.

Escriben se traspasa como quien escribe la crónica de un cierre anunciado. Con le angustia de tener frente a ellos un gobierno que primero dispara y luego pregunta. Con la desesperanza de saber que no se avendrá a razones quien debiera avenirse. Y mientras, el gobierno, cual cónclave de moscas girando sobre sí mismas en un callejón oscuro, desprecia cuanto ignora. Al parecer, seiscientos (mil) asesores son insuficientes para entender las muy simples matemáticas del bar de la esquina.

Los hosteleros de Salamanca son un clamor contra el desamparo (y la burla). El primer clamor de otros muchos que vendrán. Ellos, para los mandamases, pintan poco. En este galimatías monclovita nadie les ha consultado nada. Para ellos, la ‘nueva normalidad’ se parece mucho a la ruina.

Es difícil concebir un gobierno más inepto. No hace falta haber plagiado una tesis doctoral para saber que con dos mesas no se sostiene un restaurante (y menos un restaurante de veinte empleados). Y, para más inri, van y se les mean encima (con perdón). Ahí está ese prodigio de simpatía llamado Teresa Ribera. Ministra de algo (si lo saben me lo cuentan). La misma liberticida que no tuvo reparo en manifestar que prohibiría la caza y los toros porque a ella no le gusta ni la una ni los otros. Tal cual. La misma lumbreras que puso en fuga a los compradores de coches diesel alertando sobre su pronta desaparición. Tal cual. La misma lánguida que se ha permitido, en un doble salto mortal de soberbia y desprecio, escupir aquello de «si no están cómodos, que no abran». Tal cual. A corazón helado. A sangre negra. A modo de pedrada. A ellos. A los que nos dan de comer (y beber). A los que levantan la persiana cada día. A los que viven de su esfuerzo. A los que, además de dar de comer (y de beber), dan trabajo. Y es que a ella, al parecer, le trae al pairo que no vuelvan a levantar la persiana, entre otros motivos, porque quizá los prefiera haciendo cola en los comedores sociales del camarada Iglesias.

Los ERTES se han convertido en una trampa. El Gobierno no tiene un duro; ha prometido y está fallando. También a la gente de la barra, las mesas y los manteles. Quizá, como advierte la tal ministra, prefieran no abrir. De hecho, si cobraran la mitad de la mitad de lo que cobra la susodicha empática, muchos lo harían. Pero no. No lo cobrarán. A ellos les sigue tocando la parte estrecha del embudo (y la letra pequeña de las ayudas). Eso pienso. Y pienso que, al menos para mí, es más necesario un buen tabernero que una ministra de no sé exactamente qué. ¡Ánimo a todos! ¡Ojalá todo esto quede en un mal recuerdo! Y a tan desabrida ministra, como dicen los guasones, un poquito de por favor.