Hará no muchos días topé con él. Él es un cuadro. Un cuadro, nada más. O nada menos. Fue en Almoneda, la feria de antigüedades de Madrid. Lo pintó Eliseo Meifrén. Magnífico pintor de paisajes y de cierto renombre entre los impresionistas españoles. La obra, allí expuesta, se titula Batalla de Santiago de Cuba y data, según me dijeron, del mismo año 1898. O sea, una antigualla.

Los restos del crucero acorazado Vizcaya aún pueden verse, asomando por encima de las aguas, en la Bahía del Aserradero, en el mismo lugar donde su capitán los embarrancó tras sucumbir al fuego de la escuadra estadounidense. Más de cien años después allí sigue el pecio, a medio ahogarse, para quien quiera verlo, para quien quiera preguntarse el por qué de lo sucedido. Probablemente otra antigualla.

De haber tenido cuarenta mil euros de más, hubiera comprado el meifrén. Tenía noticias de aquella pintura desde hacía años. Tan solo una bandera asomando sobre las aguas, entre las explosiones que se avistan más allá, en la cercana línea de costa, de los otros buques españoles cañoneados. De cuanta obra le conozco a Meifrén, ninguna tan vívidamente emotiva como ésta. Ninguna. Tan sencilla, tan desprovista de todo artificio y, al mismo tiempo, tan elocuente. No se puede decir mejor. El final de un imperio en unas pocas pinceladas. La batalla y la mar en calma. La bandera, sobre todo, la bandera. Otra antigualla, supongo.

A Cervera, el almirante de aquella flota condenada, le han quitado una calle que en Barcelona orlaba con su nombre. Y de paso, como quien se orina en el muerto, para mayor escarnio, con la mala baba de los malos, le han llamado facha. No creo que a Cervera le importe ya. Pero me importa a mí, y creo que debería importarnos a todos. Detrás de esa decisión se alza una cosmovisión, una forma de entendernos como sociedad, como grupo humano y, lo que es aún más trascendente, un modo de afrontar el futuro como pueblo. Al quitarle la calle al Almirante Cervera vienen a decir que encarar la muerte bajo los pliegues de la bandera común de todos los españoles es algo despreciable, que el heroísmo, al menos ese tipo de heroísmo, no cotiza en su bolsa de valores. Trastos viejos en el desván de la Historia.

Es curioso. Ninguna región defendió con tanto ardor la españolidad de Cuba como Cataluña. Nadie lo pintó como el catalán Eliseo Meifrén Roig. Tan curioso como que los dos mejores pintores de temas militares españoles sean dos catalanes: José Cusachs y Augusto Ferrer Dalmau. ¿Curioso por qué?, deberíamos preguntarnos. Autores, por cierto, con obra también expuesta en Almoneda.

Ahora la calle, esa calle, lleva el nombre de un cómico del que no tengo otra noticia que el ser conocido por cagarse en la puta España. En palabras textuales, «que se metan su puta España en su puto culo, a ver si les explota dentro y les quedan los huevos colgando de los campanarios». Lindezas que, cuando fueron dichas en un programa de la televisión catalana, fueron unánimemente aplaudidas por el público asistente. Y éste es el misterio que todo lo entenebrece: el que todos esos, y tantos otros, hayan renunciado a la tarea común de ser, en el mundo, españoles, a esa sagrada hermandad de siglos, y, por ende, al heroísmo de defenderla hasta con riesgo de la propia vida. Cachivaches en desuso, armatostes fascistas, dirán, y vistos cuántos son los que lo dicen, sus razones tendrán.

A los más graves heridos del Vizcaya se les daba un girón de bandera para que pudieran morir abrazados a ella. A la vista de los vientos que soplan debían ser gilipollas. Lo que quedó de aquella bandera envuelta en pólvora y sangre se devolvió a la Diputación de Vizcaya. No sé en qué trastero para bártulos en descomposición estará presa. Y, sin embargo, a mí, aquel cuadro de Meifrén me sigue causando una emoción inmensa.