En esta vida he comprobado que hay gente que habla como si estuviera en posesión de la verdad absoluta. Son hasta peligrosos porque generalmente no saben de casi nada y lo que hacen es modificar su discurso a medida que cambian los acontecimientos. Es la forma de seguir diciendo que tienen la razón siempre. Son los sabidillos de toda la vida, aunque de un tiempo a esta parte, por aquello de establecer un parangón familiar, han pasado a denominarse popularmente los ‘cuñaos’, en referencia a esos personajes enterados y ajenos a la familia que aparecen en los momentos más oportunos y le dan a uno una lección como si justo acabara de nacer.

Pues bien, durante la pandemia del coronavirus han salido ‘cuñaos’ a mansalva. Se puede decir que hay expertos en virus por todas las esquinas, pero sin pasar por las facultad de Medicina y, ni mucho menos, especializarse en virología y epidemiología. Es lo que tiene una pandemia y su correspondiente fatiga, que acaba por inundarlo todo y convertirse en monotema. Y ahí los sabidillos destacan, tienen acceso a multitud de fuentes de información y adoptan uno u otro discurso en función de cómo vayan los acontecimientos. Jamás se equivocan, están en su salsa.

Que se decide abrir en Navidad, dicen que hay que ver los políticos, que se quieren cargar la salud de la gente. Que cierran por el aumento de positivos, afirman que son unos impresentables, que se van a llevar por delante miles de negocios. Si se abre y sale bien, se adopta el mensaje de «ya sabía yo que no era para tanto», pero si sale mal se cambia sobre la marcha: «¿A quién se le ocurre?» Y se clama con dramatismo mientras se pone verde al responsable más cercano o al cabeza de turco que se tenga más a mano. A él o a su jefe.

Llegados a este punto, afirmo con rotundidad no saber nada de virología ni de epidemiología. Menos aún cuando los propios expertos de renombre reconocen múltiples lagunas a la hora de hacer frente a este maldito SARS-CoV-2 que ha segado la vida de tanta gente. Una, dos, tres y hasta cuatro olas con sus correspondientes contagios, hospitalizaciones y muertos. Y ahora empiezan las variantes (la británica, la sudafricana…). Pero, oye, los sabidillos no pierden comba y siguen opinando sobre cuándo abrir las tiendas, los bares o los pueblos; cuándo cerrar o decretar su clausura; cómo hacer el toque de queda y hasta qué hora; o si hay que apostar por la educación ‘on line’ o presencial.

Un servidor, la verdad, tiene decenas de dudas: ¿Cómo es posible que algunas personas se contagien y otras no cuando conviven bajo el mismo techo o duermen en la misma cama? ¿Por qué a algunas les afecta de forma leve y otras acaban en la UCI o fallecen? ¿Por qué se producen secuelas graves en determinados casos y en otros no? ¿Cómo se pueden dar contagios si se han puesto todos los medios posibles de desinfección y protección, por ejemplo, a la hora de vacunar a los residentes de un asilo o geriátrico? Esto se lo he preguntado a muchos médicos, palabra de honor, y siempre es la misma respuesta: algún día lo sabremos.

Ya lo he dicho en otras ocasiones: no quisiera estar en el pellejo de un gestor sanitario en estos momentos teniendo que tomar decisiones que provocan ruina y desesperación. Pero debe ser terrible cuando vea cada mañana las cifras de contagios y de muertes, cuando observe la susodicha curva que no baja y cuando tenga que contar las camas de UCI disponibles.

Nadie avisó de que esta travesía sin mapa iba a ser tan larga y que nos iba a costar tantos muertos. Ha habido que aprender sobre la marcha a base de desgracia y de pena, y lo peor es que aún no nos podemos dar por victoriosos. Las vacunas tienen que coger velocidad de crucero cuanto antes y la normalidad, la de antes de marzo del 2019, tiene que regresar más pronto que tarde. Recuperar nuestras vidas y dejar atrás este virus que tanto mal nos ha traído.