Volvemos de vacaciones como nos fuimos. Entregados con fruición a una de las grandes aficiones españolas: cesar y nombrar ministros, juntar y desjuntar direcciones generales. Celestino Corbacho , el ministro de la huelga general, regresa a Cataluña a disputar las elecciones en plan all-star . Dicen los medios de la derecha que debido al miedo electoral socialista. En contraste, sin duda, con la gallarda actitud de Mariano Rajoy respecto de Francisco Camps , a quien proclama candidato por ética y dignidad. Si Trinidad Jiménez sobrevive a la trampa para cazar Zapateros en que se han convertido las primarias madrileñas, al presidente se le planteará elegir entre tres decisiones sobre qué hacer con su Gobierno.

La primera opción es dejarlo correr y limitarse a efectuar arreglos de chapa y pintura. Cambiar solo a aquellos que partan para competir en las urnas de mayo, buscando perfiles técnicos y discretos. La ventaja de esta salida es que permite negar, otra vez, otra crisis. Su desventaja es que arregla más bien poco.

La segunda alternativa supone afrontar un ajuste de alcance medio para acomodar el organigrama al funcionamiento real del Ejecutivo, ascendiendo a vicepresidentes a quienes ejercen de verdad. Aligerar el peso de ciertos ministerios, que al parecer existen aunque no constan pruebas fiables sobre su actividad, permitiría vender el ahorro de unos euros en altos cargos.

La tercera vía pasa por ejecutar una reforma por derribo de un equipo devorado por la crisis y la inercia. Además de devolver a la vida carteras a punto de morir de inanición, los cambios deberían empezar por un área económica que sabrá de números pero no de política.

La lógica de esta elección reside en conformar un Gobierno que, además de decirnos qué sacrificios debemos hacer, sepa contarnos bien para qué los hacemos. Si, como dicen algunas encuestas, el ánimo del país está cambiando y repunta el optimismo, alguien debería saber aprovecharlo.