Hasta que la CUP ha tomado una decisión han pasado más de tres meses de incertidumbre en Cataluña en los que ha habido casi de todo: empates poco creíbles, pasos al frente y retiradas, momentos en los que parecía que unos y otros aceptarían las condiciones impuestas... Pero sobre todo un alejamiento todavía mayor de la clase política hacia los ciudadanos y hacía el mensaje de hartazgo de los catalanes en las urnas.

Tres meses en los que todo continúa igual, como si las papeletas no hubiesen sido escrutadas, porque el principal problema de Cataluña y de Artur Mas ha sido el carácter plebiscitario de unas autonómicas convertidas en salvavidas de un político que desde el día siguiente de los comicios se negó a aceptar el resultado sabiendo que, sólo triunfando el independentismo que él nunca sintió como propio, una parte de la sociedad catalana se plantearía perdonarle sus vínculos con las sombras que han sacudido las arcas de la Generalitat durante décadas.

Donde a nadie se le escapa que la repetición de las elecciones daría un resultado bastante distinto. La coalición pro independencia está al tanto de su fragilidad por lo poco que les une; y la CUP no es ajena a la pérdida de votos a la que tendría que hacer frente, de quienes no les perdonan el haberse planteado permitir gobernar a quienes culpaban de los males nacionales en cada acto de campaña. Tres meses en los que la derecha burguesa, cuyos votantes no habrán dejado de tirarse de los pelos, y la izquierda antisistema también han sido conscientes de que llegar unidos al final del camino es una utopía por la que tendrían que renunciar a algo tan esencial como es la propia ideología, condenándose así para siempre.

Un periodo de tiempo dilatado por los propios intereses de unos políticos sordos que han bailado siempre al ritmo de su propia música, mientras no dejaban de buscar la mejor tabla para ellos mismos, aquella que amortiguara el golpe que cualquiera de las dos opciones asentaría sobre su propia existencia.