XLxa ciencia española del Derecho procesal y penal ha sido siempre tributaria de influencias ajenas y, salvo excepciones, hemos adolecido de una cierta falta de originalidad. La reforma del proceso penal nunca puede hacerse desde la perspectiva exclusiva de los técnicos. Están en juego derechos fundamentales de la persona que son prioritarios a cualquier consideración de tipo dogmático. Un Tribunal Supremo que se limita a impartir doctrina y no tiene potestad de anulación de las sentencias de los órganos inferiores no cumple con la misión que le exige nuestra Constitución. El frenesí reformador alcanza al Supremo, al que se quiere convertir en una especie de consejo aúlico del que emana la única doctrina verdadera. En todo sistema político, el Tribunal Supremo de la nación tiene la posibilidad de decir la última palabra en todos los asuntos que lleguen a su conocimiento. Es cierto que un único tribunal, situado en la cúspide del sistema judicial y órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes y el único que encarna o encabeza el Poder Judicial, no está en condiciones de absorber la inmensa cantidad de litigios que genera la sociedad. Las posibilidades de colapsarlo nos obligan a construir un sistema de filtros que evalúen previamente si el caso o el conflicto que afecta a ciudadanos de carne y hueso puede merecer su atención. Pero se sumirán en el más absoluto desconcierto si comprueban cómo a pesar de tener razón en sus peticiones no consiguen el efecto deseado porque la doctrina resulta inoperante para resolver su caso. Un Tribunal Supremo no puede ser privado de su poder o potestad decisoria para convertirlo en una academia de jurisprudencia que no puede asumir la función que todo ciudadano espera de su máximo órgano jurisdiccional, es decir, que le dé la razón si la tiene o que se la deniegue en caso contrario. Mucho antes de que comenzase el debate sobre la reforma de los estatutos de autonomía ya se suscitó la cuestión de qué hacer con el recurso de casación. Por otro lado, el recurso de casación, tal como se concibió en el siglo XIX, era un instrumento rígido y excesivamente formal que convertía el debate en una lucha estéril por parte del condenado en el caso de que no tuviera la posibilidad de acreditar que se le había juzgado sin pruebas o con grave error en la calificación de su conducta o en la imposición de la pena. Las posibilidades de absolución eran prácticamente inexistentes, ya que la anulación se cerraba obstinadamente a cualquier evidencia de injusticia, alegando que lo importante era el mantenimiento de la pureza formal y la mayor parte de las veces artificial del proceso y no el valor superior de la justicia. A partir de nuestro texto constitucional de 1978 esta fría y esquemática postura ya no es posible. La justicia ha pasado a ser uno de los valores superiores que debe informar todo el sistema jurídico y, por supuesto, la tarea de juzgar. La labor de los tribunales tiene necesariamente que adentrarse en el examen de otras cuestiones más transcendentales que los formalismos estériles de un procedimiento penal ya superado. Controlar el principio de legalidad, examinar detenidamente las pruebas, valorar si el juicio crítico sobre las mismas se adecúa a las exigencias de la racionalidad y la lógica, salvaguardar la igualdad de armas procesales entre la acusación y la defensa y velar por todas las garantías procesales derivadas de la Constitución es una tarea de la que no puede prescindir ningún tribunal de justicia si no quiere situarse al margen del sistema asumido al incorporar a la Constitución las Pactos Internacionales de Derechos Humanos firmados por España. Pienso que los borradores de modificación del proceso penal, que proponen recomponer el sistema instaurando una escala jurisdiccional que termina en los tribunales superiores de las comunidades autónomas, convirtiendo el Supremo en una academia de doctores de la ley que proclama urbi et orbi cuál es la verdad absoluta en orden a la interpretación de una norma, debe ser repensada, debatida y convenientemente evaluada. En un sistema democrático la ley es, por naturaleza, la síntesis de tendencias diversas existentes en el espacio parlamentario, y su redacción obedece a un delicado ajuste de pactos y búsqueda de mayorías. La ley es la ley y debe ser cumplida, pero el juzgador es el encargado de impartir justicia ajustándola, sin pretensiones de convertirse en legislador, a los casos concretos que conoce de forma real y directa.

La imposición autoritaria de la doctrina jurisprudencial que se propugna desde diversas instancias oficiales y corrientes doctrinales es contraria a los principios constitucionales. La Constitución ha decidido, sin posibilidad de contradicción, que la independencia del juez radica en su inamovilidad y en la sumisión exclusiva al imperio de la ley. Salvo que se cambie la Constitución, el juez se verá atacado en su independencia y función jurisdiccional si una doctrina abstracta le obliga a una solución injusta, para el caso concreto que debe decidir, por muy elaboradas que sean sus conclusiones. Los efectos de estas tendencias van a ser, en mi opinión, negativos. Por un lado se mantiene un caduco y superado recurso de casación, que será competencia de los tribunales superiores de justicia, y por otro, se disuade al ciudadano de acudir a su Tribunal Supremo, al advertirle previamente de que puede recibir una sabia doctrina a cambio de una escasa dosis de justicia.

*Magistrado del Tribunal Supremo