La constitución ayer en La Haya del Tribunal Penal Internacional (TPI), encargado de la represión del genocidio y de los crímenes de guerra, representa un pequeño paso, pero de alto valor simbólico, hacia el ideal de una justicia universal. Cualquier autor de esos graves delitos podrá ser perseguido ante un tribunal permanente. Su competencia se retrotrae al 1 de julio del 2002, aunque su aspiración universal está geográficamente muy limitada, ya que sólo se aplica a los estados que lo han ratificado, salvo decisión contraria del Consejo de Seguridad de la ONU. El TPI entraña una evolución positiva del derecho internacional --que limita la soberanía de los estados--, pero nace lastrada por la hostilidad de EEUU y la ausencia de otras potencias (Rusia, China, la India, Pakistán, Israel).

EEUU se ha propuesto sabotear el TPI: firma tratados bilaterales para evitar la entrega de sus ciudadanos al tribunal, llega a un acuerdo ambiguo con la UE y arranca a la ONU, previa amenaza de veto, la inmunidad de sus soldados en operaciones de paz. Un abismo separa a una Europa legalista y humanitaria de la superpotencia que confía en la fuerza militar para imponer su criterio. Dos concepciones radicalmente enfrentadas del orden mundial.