La opinión pública puede tener sobradas razones para estar perpleja y asombrada ante las complejidades técnicas que permiten a los tribunales aplicar diferentes varas de medir --al menos, aparentemente y ante los ojos de los españoles, la inmensa mayoría legos en derecho-- para garantizar el imperio de la ley. Así, los ciudadanos asisten sin comprender a la pasmosa facilidad con la que un, en tiempos, magnate financiero, como es Javier de la Rosa, varias veces condenado, y otros cinco procesados pueden llegar a un pacto de penas a la baja con el fiscal y las acusaciones particulares a cambio de reconocer la apropiación indebida de 70 millones de euros --caso conocido como Grand Tibidabo-- después de 13 años de trámites procesales. Y, al mismo tiempo, algunos de los conductores detenidos en aplicación de la reforma del Código Penal son tratados como delincuentes obligados a experimentar un trato riguroso hasta comparecer ante el juez.

A la vista de esta asimetría, es legítimo preguntarse quién causa más alarma social: el ventajista de cuello blanco que juega con los balances o el conciudadano incívico que circula por una carretera con varias copas de más y a velocidad desmedida. Probablemente, la alarma es la misma, porque quienes corren los mayores riesgos en ambos casos son los ciudadanos respetuosos con la ley y las normas de convivencia, pero no así su intensidad ni su naturaleza.

No se trata de establecer comparaciones imposibles entre perjuicios diferentes. Pero lo que causa confusión en la ciudadanía es que mientras De la Rosa y los demás encausados en el sumario de Grand Tibidabo no resarcirán nunca las pérdidas causadas a los miles de accionistas que defraudaron en su día, circunstancia que no impide que se pacten con las acusaciones esas penas a la baja, los conductores condenados por infringir las nuevas normas del Código Penal lo han sido por el peligro potencial que entraña su comportamiento --a todas luces, injustificable--, pero no por causar un daño tangible del que pedirles cuenta ciudadanos concretos. Y, de acuerdo con este argumento, el grueso de la opinión pública aprecia como lógico --incluso justo-- que si es razonable la sanción preventiva --para los conductores imprudentes--, con más razón debería serlo aquella derivada de un delito consumado y, además, habiendo causado un perjuicio para el resto de la sociedad.

Nada queda más lejos de nuestro ánimo que disculpar a los conductores que ponen en riesgo su vida y la de los demás ni reclamar más rigor para De la Rosa que el que esté fijado por la ley. Nos mueve, esto sí, hacernos eco del desconcierto de muchos ciudadanos, que deseosos de confiar en la Administración de justicia, no logran sin embargo vencer la desorientación que les causa la sensación de falta de equidad de los tribunales. O, si se prefiere, sienten que sus decisiones violentan a menudo el sentido común.