Un gesto alegre, disfrutón de viernes, vestía el palacio de congresos. Lleno. Hasta arriba y a los lados, sin resquicio, como una sonrisa abierta de par en par. Y se daban la mano, se palmeaban la espalda, dos besos reidores. La victoria de la vida se celebraba a cada paso, a cada empellón, porque apenas se podía caminar en un espacio tan pletórico. El escenario sorprendido, como cuando en medio del salón, vestido de gala para recibir unas visitas muy serias, irrumpe una pandilla de niños, de primos, de ruidosos vecinos del barrio dispuestos a merendar.

El público se sienta sin babero, sin precaución, para rebozarse de puro gusto en la música que les llega a chorros, salpicándoles hasta las orejas. Los aplausos le llevan delantera, onomatopeyas de entusiasmo que se despliegan como una alfombra para que, sin esfuerzo, salga a escena. Y desfila como un marqués, triunfante, el abrigo sobre los hombros, brindándonos, con un gesto de galantería, el capote, el adorno, lo superfluo que estorba en cuanto su voz nos vibra dentro. El Rey, Elvis, además conspiraba a su favor, arrancando de las cuerdas vocales, de las caderas, un tumulto de ganas, un jolgorio de graves que le resonaban en el pecho, restallando esa timidez de mirada baja, de hombre grande tras su gorra blanca y los cristales tintados de las gafas. Era sin duda un concierto espejo, el rictus feliz y casi incrédulo del cantante, las comisuras encantadas, alzadas, aupándole, de quienes le escuchaban. Celebrábamos, como un tributo, como un nuevo solsticio, la victoria de la luz, de la salud, cantando, coreando, como si brindáramos con un buen vino. Y entre sorbo y sorbo, entre estrofa y estrofa, sentí el escalofrío de lo que pudo haber sido. El recuerdo físico, ocupando butaca, de mi amigo.

Un hombre bueno con el mismo padecimiento y parecida edad, al que el azar no le fue tan propicio, no le arropó, como a Gene, con su abrigo. Nos dejó tiritando, sin él y, en herencia, una desoladora ausencia que en los días fríos lo cubre todo. Había empezado a llover. Love me tender sonaba, llenaba, ronca, el alma. Tarareándola, mi amigo, levantó su copa, For the good times, por los buenos tiempos, celebrando la vida, la que fue, la que nos hizo feliz, la que nos bebimos de un trago, la que ninguna enfermedad, ninguna separación, puede ya arrebatarnos, dejándonos con una sonrisa cantarina en los labios.