Son tres grandes heridas las que mantienen al profesor Jesús Neira al borde de la muerte: la primera la forma el conjunto de las que le propinó el demente Antonio Puerta que, sobre andar suelto pese a su peligrosidad como tantos otros perturbados, puso exquisito cuidado, como las mayoría de los enajenados violentos, en no dañarse a sí mismo, sino a los demás, en este caso a su incalificable pareja, que todavía le defiende y actúa no como víctima sino como cómplice o cooperadora necesaria de su propia agresión, y, principalmente, el profesor Neira, que por defenderla recibió de manos del desquiciado una paliza brutal.

La segunda herida se la propinaron en el lugar donde debieron haberle atendido y curado de la primera, en el hospital madrileño donde por desidia cometieron con él la imperdonable negligencia de no someterle al adecuado examen médico de sus graves lesiones. Y la tercera herida, tan punzante y devastadora como las anteriores aunque ya no la siente el buen profesor por hallarse sumido en el espeso sueño del coma, se la hace la víctima a la que en malahora acudió a socorrer con sus declaraciones exculpatorias del agresor, al que considera una bellísima persona.

Cuando una persona digna de la calificación de persona interviene para detener una agresión no lo hace por simpatía hacia la víctima, a la que no conoce, sino por repulsa a la violencia, por decoro personal y por sentido de la justicia, pero si esa persona va, además, acompañada de su hijo, cual iba don Jesús Neira cuando se hallaron ante la repugnante escena de un hombre apalizando a una mujer, entonces a su acción cívica se añade la obligación de educar al hijo, de instruirle, mediante el ejemplo, en los arcanos del bien y del mal, esto es, en la necesidad de beligerancia contra la violencia y el abuso.

Don Jesús Neira hizo lo que tenía que hacer, pero la "víctima" (entrecomillémoslo, pues, como queda dicho, resultó ser cómplice de los puñetazos que recibía y víctima, en realidad, de sí misma) golpea ahora con su actitud y sus palabras el cuerpo al que se le escapa la vida, y los responsables últimos de la negligencia médica le condecoran. Nunca la bondad, el valor, la rectitud y la decencia recibieron, en un sólo cuerpo, tantos golpes.