Filólogo

En los paseos y en las calles de nuestras ciudades no caen bombas ni se oyen los estruendos, pero la gente acarrea un cierto desamparo en el paso y en la conversación. Y es que la guerra está en este país sentada todavía a la mesa-camilla, en la vieja foto del fusilado por unos y en las cunetas recuperables donde tiraron a otros. ¡Cómo no vamos a protestar! Ciertos efectos condicionados guían los acontecimientos antes y mejor que cualquier juicio lúcido, por eso las protestas son, seguramente, una necesaria respuesta de la malherida memoria.

A esa necesidad se agregan ahora otras evidencias: los medios de destrucción prevalecen sobre los medios de producción. Metidos en la reconstrucción personal y patria, creíamos que el esfuerzo en paz llevaba a la prosperidad y hasta defendimos un saludable intercambio de las relaciones humanas, pero la destrucción, la invasión, la apropiación, la usurpación, la muerte han hecho escombros tal credo.

Se nos administra, vía práctica, la escalofriante teoría de que es más efectivo el choque que el diálogo y en estos tiempos de derribos, se derriba al hombre social y político y vuelve a cabalgar la quijada del asno, la dentellada del lobo, el darwinismo y sus herramientas. El temor a las apocalípticas violencias, la conciencia de la pobreza conceptual y política que ampara el engaño y la mentira, el apercibimiento de que corremos el riesgo de perder lo adquirido, de matar por el plato de lentejas, de retroceder a los tiempos de la horda y de pasar de ser libres a instrumentos de una voluntad superior que decida por nosotros, es la aportación de estos líderes carismáticos que pretenden, además, que muramos en silencio.

No nos caen bombas ni oímos los estruendos, pero la primavera anda cabizbaja, el ciudadano con voz de luto y el aire con un recuerdo triste de cruzadas, caudillos y libertadores.