Los últimos días del año son muy dados, periodísticamente (pero no de forma única) hablando, a la realización de listas, recopilaciones y más o menos aventuradas descripciones de los siguientes 12 meses. Tendemos, en general, a criticarlas: como un signo del devenir del periodismo, la generalización de la simpleza, el opio de las masas y el blablabla. Porque, en particular --que es como importan las cosas-- las tragamos con fruición.

A mí me suelen interesar las de los mejores libros del año, que atiendo para ver si rescato alguna posible lectura de ahí. Sí, hasta en eso economizamos tiempos (otros dirían que «descansamos el criterio en otro»). También hay una coincidencia cuasi unánime en que la novela, como formato, vive unos estertores no lustrosos en exceso. La narrativa, proclaman algunos, es una herramienta en desuso frente a otros novedosos modelos. Será que la ficción está de capa caída en los estantes de librerías y en la mente de visionarios. Pero fuera de esos márgenes, diría que la narrativa goza de portentosa salud y de una renovada actualidad.

En el discurso del día a día (político, empresarial , social), tengo la sensación de que la calidez de la narrativa se impone sobre los datos, a menudo vistos como dictatoriales, arrogantes en su superioridad basada en números y hechos. El relato no deja de ser una historia, con un guion (intencionado o no) que suma la ventaja de ir dirigido a su receptor. Ojo, no a cualquiera, sino a su destinatario. Aunque éste puede ir desde una audiencia reducida hasta el rugir de una plaza de toros como ruedo político o un debate a mil voces en televisión.

Los datos no interesan. O sólo importan cuando se muestran dóciles y manejables, susceptibles de adaptar (claro) al discurso narrativo. Si son números, fríos, corren el riesgo del desprecio inmediato, siempre en la sospecha de que otros (¿ven?) los han manipulado. Pero hasta en esto hemos llegado a límites insospechados, que hace sólo unos años desacreditarían carreras y pondrían en entredicho teorías y mensajes. Verán.

Thomas Piketty es un economista francés que recientemente escribió una obra llamada El Capital en el Siglo XXI, considerada clave para muchos y que apoya las reivindicaciones que cierta izquierda sociológica tiene como verdades de las fallas del sistema. La teoría central de Piketty es que la desigualdad es creciente en la economía moderna occidental. Lo cierto es que el libro está bien construido, abre interesantes debates y es una obra divulgativa de nivel.

Con la única pega de que la tesis que contiene es falsa. Ya el año pasado la fórmula en la que basaba sus formulaciones se demostró que contenía un error, que el propio Piketty reconoció. Este año, múltiples economistas --de todo signo-- refutaron gran parte del libro con datos en la mano. Piketty ha concedido un par de entrevistas admitiendo los errores… pero reafirmando las verdades que su obra contiene. Y manteniendo que sigue siendo muy leída.

Hace unos años una demostración así dejaría fuera de juego al autor. Pero ya no ocurre así. Nada se expande antes que un bulo. Nada colecciona más clics que la noticia ‘bomba’. A nada dedicamos más páginas que a la declaración corta, taxativa, y a ser posible altisonante. El ‘zasca’ sobre la reflexión dice mucho sobre nuestra capacidad de argumentar.

Muchos medios norteamericanos se preguntaron (el día después, como contaba Phillip Roth en La conjura contra América) si esos intentos por ridiculizar o probar que las boutades que Trump soltaba no eran sino minutos dedicados a dar alas a su discurso.

Porque quien más sufre con esto es esa vieja conocida que es la verdad. Ha perdido el paso de la modernidad, si atendemos a nuestro día a día y al diccionario Collins y su «palabra del año» (lean, lean). El triunfo de la narrativa es la derrota de la verdad.

O lo está siendo, lo que no quiere decir que sea inmutable. Decía hace unos días el historiador Timothy Ashton Gath que, en todo caso, no debemos rendirnos. No debemos caer en la humildad del acomodado y ver con ojos críticos si distinguimos lo que nos creemos de aquellos que otros deciden hacernos tragar. Si Orwell o Solzhenitsyn no se rindieron en la cara de Goebbels o Stalin, sería patético tirar la toalla cuando enfrente tenemos pesos plumas en comparación. Nos jugamos la verdad, que no es tan manipulable como muchos quisieran. Lo llamaremos propósito de año nuevo.

*Abogado. Experto en finanzas.