Muchos ciudadanos votan no unas políticas concretas, sino a unos rostros conocidos. O sea, que no importa tanto el programa político de un partido -que rara vez leemos-, sino la persona que representa a dicho partido. La empatía y la telegenia pueden entregar la presidencia a un candidato (y su ausencia puede retirársela).

Por eso resulta incomprensible la insistencia con la que Donald Trump ha exhibido ante el ancho mundo sus pésimos modales. Perdidas las elecciones, sus seguidores prefieren centrarse en sus logros: una economía boyante, cifras de desempleo a la baja, ciertos acuerdos comerciales o la ausencia de guerras emprendidas bajo su mandato…

Entonces, ¿por qué ha perdido las elecciones? En esencia, por culpa de la mala gestión de la pandemia… y de su personalidad. Trump nos enseñó en 2016 que se podía llegar a la presidencia del país más importante del planeta aun careciendo del menor decoro personal, pero lo que él no sabía es que esa falta de decoro y su soberbia le impedirían conseguir lo que parecía fácil: renovar el mandato.

Frecuentes despidos exprés de ministros, menosprecio de los inmigrantes, mentiras reiteradas, su temeraria invitación a tomar medicamentos como la hidroxicloroquina o los insultos gratuitos han acabado por convencer a los estadounidenses de que el país necesitaba un cambio.

Obstinado en condenar a todo aquel que no piense como él, Trump ha convertido el eslogan colectivo “America First” (América, lo primero)en el unipersonal “Trump First”. Primero Trump, después Trump. Pues ahora tendrá ahora todo el tiempo para dedicarse a lo que más le apetezca, sea impugnar las elecciones (en cuanto supo que los resultados se torcían, las tachó de fraude), tuitear compulsivamente o defenderse en el más de medio centenar de causas judiciales que tiene abiertas.

Es tiempo para que Trump descanse del mundo, y que el mundo descanse de Trump.

*Escritor.