TDterivado del inglés tuning , el neologismo tunear señala, como se sabe, la acción de modificar algo que viene de serie para dejarlo al gusto de uno. Se empezó con los coches, se siguió con las camisetas (que se customizan , de Custo), y ahora lo que priva es tunearse, en general, la vida. Crece el sentimiento de que la vida de uno no se corresponde con uno, con la especificidad de uno, y se pretende, mediante los disfraces, los abalorios y las cirugías que ofrece el tuneo, rescatarla del gigantesco e inhumano anaquel donde esa vida se expone y se consume idéntica a la de los otros. Lamentablemente, mediante el tuning no se escapa, sino antes al contrario, de esa estantería.

El tuneo nace de la frustración, y la alimenta. Si una ciudadana aumenta su busto (en España, donde más) mediante la introducción en él de dos pelotas de silicona, la ciudadana en cuestión no tendrá, con semejante tuneo, unos senos más grandes (ni, desde luego, más bonitos), sino sus pechos de siempre y dos bolas de silicona encastradas en ellos. La cirugía recreativa, que lo mismo alarga el pene que tersa los párpados o aplana el abdomen, representa a la perfección el fracaso del tuneo. En realidad, lo que uno persigue con el tuning es cambiar de uno, es decir, despojarse hasta del último adarme de singularidad precisamente. Se pretende tunear la casa comprando los muebles de Ikea, que es donde los compra todo el mundo, y se arroja al contenedor aquella vieja cómoda de la tía Enriqueta , una pieza, aunque descangallada, única.

Con la política ocurre algo parecido: los políticos en campaña, maestros del tuneo, expenden a cada uno el mensaje que solicita, y, desde luego, ofreciendo un amplio tuneo para cada vida. Luego, lógicamente, la cosa se queda en nada, en agua de borrajas tuneadas, pero la televisión entonces toma el testigo y, para que no decaiga la pueril ensoñación de las vidas en serie, le tunean a uno con sus programas yanquis la casa, el coche, el restaurante si lo tiene, la familia, el trabajo, el amor y lo que se tercie.