Los líderes occidentales observan entre la alarma y la indecisión el despliegue de tropas de Turquía en la frontera con Irak con el objetivo de atacar a la guerrilla del Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK), responsable de la muerte de más de 40 soldados turcos y del secuestro de otros ocho en los últimos meses. El primer ministro Erdogan ha advertido a sus aliados de la OTAN que su Gobierno no permanecerá cruzado de brazos ante la ofensiva terrorista desde las zonas montañosas del norte de Irak, donde se esconden unos 3.000 guerrilleros kurdos. El santuario de que goza el PKK desde la invasión de Irak ha levantado un clamor en Turquía, un aliado clave en una región donde EEUU no cuenta con muchos amigos. Los aviones y buques americanos usan el espacio aéreo y los puertos turcos sin impedimento alguno, pero el pueblo turco se siente agraviado por una resolución del Congreso estadounidense sobre el genocidio otomano contra los armenios a comienzos del siglo XX. Y los militares turcos piden el cierre de la base aérea de Icirlik al mismo tiempo que la popularidad del amigo americano en el país alcanza mínimos históricos. Un ataque al norte de Irak no liquidará a la guerrilla kurda, aunque la dejará mermada. Pero a nadie se le oculta lo delicado de la situación. Países como Francia y Austria, refractarios a la plena integración turca en la UE, encontrarían nuevos argumentos para debilitar a quienes pretenden compaginar islamismo y democracia. La pelota está en el tejado de la Casa Blanca, que no se decide a desplegar su diplomacia y tratar de persuadir a los kurdos de lo insensato de sus provocaciones y a los turcos de lo peligroso de desestabilizar el norte de Irak.