No hay asunto político o moral que no se pretenda reducir hoy día a simple problema técnico de tipo económico, psicológico, sociológico o de la ciencia que sea. Esto ahorra quebraderos de cabeza (ya deciden los expertos por nosotros), pero al precio de esconder bajo la alfombra las cuestiones de peso.

Un ejemplo de lo que digo son las recientes movilizaciones contra el turismo en algunas ciudades españolas. Ante las tímidas protestas contra una industria que, cuando se sale de madre, genera infinidad de problemas, la réplica común es de tipo «experto». «El turismo es uno de nuestros más importantes activos económicos» -dice el aficionado a la economía-. O «los que protestan representan casos aislados de ‘turismofobia’ o ‘rebeldía juvenil’ amplificados por los medios»- afirman los amantes de la psicología o la sociología-.

Por cierto, he dicho que las protestas son «tímidas» porque ninguna de las manifestaciones que se muestran cada día en la TV me parece comparable con la violencia sostenida (especulación inmobiliaria, subida astronómica de precios, imposibilidad de descansar, deterioro del paisaje...) que ejerce una industria turística desbocada por el anhelo de beneficios y desbordada por el aumento coyuntural de la demanda.

Pero veamos esos argumentos «técnicos». Que el turismo sea un importante recurso económico (en torno al 10% del PIB) no lo pone nadie en duda. Ahora bien, hasta el más tonto del pueblo sabe que el grueso de los beneficios turísticos es para las grandes operadoras (muchas de ellas foráneas), las compañías de transporte y las cadenas hoteleras, y que solo unas migajas llegan a las economías locales y a los trabajadores. Suele decirse que el turismo es el «petróleo español». Pero, como ocurre en muchos países petroleros, los grandes beneficios se lo reparten unos pocos, y los demás (los que soportan los costes ambientales y sociales) se quedan con las sobras.

Pero además, y aun suponiendo que el beneficio y el trabajo que reportan los turistas estuviese mejor repartido, ¿tan raro sería que prefiriésemos tener menos y vivir, a cambio, más tranquilos junto a una ratio sensata de visitantes? Los argumentos economicistas asumen que todos buscamos el máximo beneficio material. Pero esta es una cuestión moral a discutir. Hay mucha gente que no ve claro esto de transformar su entorno para aspirar a enriquecerse (y disfrutar luego, en algún lugar carísimo, de lo mismo que ya tenía en la puerta de su casa).

En cuanto a la «turismofobia», no hay tal: nadie rechaza el turismo en sí, sino el tipo de explotación turística que busca la rentabilidad a toda costa. Algo que conocemos muy bien en este país que identifica el negocio con el «pelotazo» y en el que el turismo ha sido motivo durante medio siglo para la especulación y el desenfreno urbanístico, la destrucción del medio natural, y el deterioro del tejido social y económico de muchas zonas expuestas al «monocultivo» de sol y playa. Solo ahora, y tras mucho verle las orejas al lobo, se está empezando a comprender que el turismo de calidad (que no tiene que ser el más caro), aquel que se da en parajes o poblaciones bien conservados, sin masificar ni adulterar, y en el que es posible una relación genuina del turista con la población, la cultura y los recursos locales, resulta también, por su sostenibilidad, el más rentable a largo plazo.

El turismo es la vulgarización mercantil de la antigua y aristocrática costumbre del viaje formativo. Aun así, y por eso, conserva -poniéndolo, además, al alcance de muchos- una sombra de aquellos fines y valores que inspiraban a los viejos viajeros (el anhelo de conocimiento, el ideal cosmopolita, la aventura de ponerse a prueba a sí mismo...). Por ende, en algunas partes del mundo (como Extremadura), el turismo sostenible y de calidad es casi la única forma de librar al patrimonio natural y cultural de formas mucho más predadoras de explotación. Así que de «turismofobia» nada. De regular, planificar, contener, encauzar y ennoblecer el negocio turístico -es decir, de hacer política para el bien común-, en cambio, todo.

*Profesor de Filosofía.