Como en un viaje en la máquina del tiempo, recordé en aquella playa del sur los veranos que compartí de niño con mis padres en Torremolinos y Benidorm. Como si el tiempo se hubiera detenido en el paseo marítimo, contemplé los edificios en primera línea de playa que debieron construirse cuando el boom turístico estalló en España y nuestro país era un destino turístico masivo del que participaban nacionales y extranjeros llenando costas y chiringuitos.

Paseando junto a la línea del mar cuando ya había anochecido, me pareció recuperar la postal de esos grandes bloques de pisos frente al mar, los hoteles con nombres paradisíacos y las discotecas a las que fuimos a ligar por primera vez. Como si fuera un episodio de Cuéntame, en aquella localidad del sur seguían abiertas las heladerías de sabores increíbles y hasta el artista de las esculturas de arena continuaba vivo creando piezas increíbles para sorprender al paseante.

Tanto o más sorprendente fue comprobar que los negocios se distinguían según nacionalidades, como si de pequeños guetos se tratara con tal de que el extranjero se sintiese en casa, eso sí, con la ventaja de que la temperatura ayudaba a olvidar los fríos del Norte de Europa. Y así fui descubriendo que, aunque ya no hiciera falta viajar en un Seat o coger el autobús de línea, nuestras costas mantienen en algunas zonas ese sabor añejo del esplendor que tuvieron en los 80 y que, ahora, ya no lo es tanto porque la oferta es mayor y el consumidor elige en internet sin imaginar cómo será su lugar de vacaciones. Al salir del paseo marítimo, miré hacia atrás y, por un momento, me pareció que todo había cambiado pero para seguir igual.