Llegado el buen tiempo ya están aquí los turistas. Trujillo, plaza Mayor, con los palacios de los Duques de San Carlos, el palacio de Piedras Albas, la imponente iglesia de San Martín, el palacio de La Conquista con historiados balcones de esquina y gárgolas, como vigías o centinelas del ayer. La estatua ecuestre del conquistador del Perú. La Villa, con la iglesia de Santiago, la de Santa María, la torre Julia, la del alfiler, el convento de las jerónimas, la casa museo de Francisco Pizarro, el museo de la Coria, la Real Academia de Extremadura, el castillo árabe, el busto de Orellana, en bronce. El convento de San Pedro, el de Santa Clara, el de San Miguel. El Trujillo monumental, la Villa, con sus calles restauradas, con su antiguo esplendor, su silencio de siglos estancado en los alcázares, la voz de bronce de una campana en la mañana azul, el terrible Royo del Campillo del tiempo de los Reyes Católicos, a lo lejos, y los turistas admirándolo todo, sonrientes, fotografiándose, para que el tiempo los inmortalice junto a tanta belleza inmóvil, medieval, con las caras sonrientes, creyéndose más vivos que las estatuas, las iglesias, los palacios, las fuentes, las casonas blasonadas, creyéndose más modernos, más actuales, efectivamente que toda esa arcaica y extremada monumentalidad, que, no obstante, es casi seguro que les sobrevivirá, al menos que algún terremoto, o alguna bomba, lo impidiera.