WEw l propósito de los socios de la Unión Europea de establecer una política común en materia de inmigración ha permitido a los ministros del Interior, que se reunieron ayer en Cannes (Francia), llegar a un acuerdo de principio que, por un lado, contenta a Francia, y por otro no disgusta a España, cuenta con el apoyo de Alemania y complace a los demás porque, se mire por donde se mire, permite a cada Estado adoptar fórmulas que permiten, de forma más o menos manifiesta, consagrar el principio de la inmigración a la carta.

Pero ningún Gobierno de la UE lo querrá reconocer, y Francia, que fue el primer país en plantear en serio la aprobación de un sistema de cuotas, siempre podrá decir para defender el cambio de posición que se atuvo a la recomendación de una comisión de expertos, que consideró muy poco eficaz la fórmula de las cuotas para luchar contra los flujos de inmigración ilegal. Es decir, cada Estado podrá fijar límites de admisión a la inmigración legal en función de la evolución del mercado de trabajo, la preparación profesional de los inmigrantes y otros parámetros de naturaleza similar.

De igual manera, el Gobierno español siempre podrá exhibir ante la opinión pública y en la lucha política un triunfo al desaparecer del principio de acuerdo toda referencia al controvertido contrato de integración. Cosa diferente es que la lógica del mismo, defendido en Francia por el presidente Nicolas Sarkozy, y en España --con este u otro nombre--, por el Partido Popular, haya quedado fuera de los papeles. Se mantiene, al menos en parte, aunque se subrayen, junto a los deberes de los inmigrantes, los derechos de los que son depositarios y la obligación de las autoridades de ayudarles a integrarse. En qué consiste la integración y hasta qué punto esta se ciñe al acatamiento de las leyes y al uso de los espacios y de los servicios públicos, o debe ir más allá, es algo que cruza el debate sobre la inmigración de parte a parte, pero que, de momento, los gobiernos prefieren no abordar en aras del mantenimiento del equilibrio social conseguido.

Y así, mediante este frágil sistema de pesas y medidas, espera la UE amoldar la inmigración a la crisis económica y cerrar la puerta a procesos de inmigración masiva como el que hubo en España en el 2005. Lo que sucede es que al comprometerse solo en los principios, pero no en los hechos, con auténticas --y costosas-- políticas de ayuda al desarrollo en origen, sigue en pie la razón primera de los flujos ininterrumpidos de desheredados que llegan a Europa en busca de trabajo, de forma que, aunque lo nieguen los tecnócratas de Bruselas, se afianza la idea de la Europa fortaleza.