En mis paseos nocturnos por Nuevo Cáceres para aligerar colesteroles, azúcares y demás males en sangre me he topado con una sorpresa en pleno mes de octubre: un grillo. Pero no un grillo cualquiera, sino un auténtico ‘gayarre’, un número uno del canto animal.

Ya saben ustedes que los grillos machos cantan para atraer la hembra para aparearse. No sé si tendrá algo que ver la proximidad de la sala de fiestas de El Pasarón… o de Geryvida, pero el caso es que bajo una loseta del Parque de las Víctimas del Terrorismo está allí. Si pones la mano sobre el suelo sientes sus vibraciones. Porque ese grillo está potente y vigoroso como un toro.

Es el último grillo de este verano eterno de calores y sudores. El tío no pierde la esperanza de la cópula y ahí está, incólume, e inasequible al desaliento como le decían al ‘invicto’ Caudillo. Gri-gri, toda la noche. Con fuerza, con ánimo, sin parar. Parece como si fuera el último bastión de un verano que no acaba de despedirse. En plena madrugada, solo su canto es un bálsamo para mis desalientos, mis turbaciones y mi desasosiego.

Pienso mucho en el grillo. Me gustaría imitarle. Porque si alguien hay optimista es él. Todas las ‘grillas’ han muerto. Pero no cesa en su canto, ávido de unirse en feliz cópula con su media naranja. Aunque sabe que eso no va a pasar, ahí está el tío, como un campeón, chocando con sus patas de atrás las alas para producir ese canto de apareamiento.

El grillo está considerado como todo un tótem para algunas civilizaciones. Simboliza la buena vibración, la armonía, el cambio reflexionado y la metamorfosis hacia algo mejor. Durante el paseo me paro y me quedo un rato escuchando, tratando de descifrar el porqué de su grillar, que intuyo es mucho más que un intento desesperado de echar un polvo. Es que quiere sentirse vivo ante lo que parece inevitable. Refrán: De lo que come el grillo, poquillo.