Los motivos del brexit y de otras tantas tendencias centrífugas en el seno de la Unión Europea son complejos. Para algunas élites cabría hablar de motivos puramente económicos o políticos (el rechazo del modelo intervencionista europeo o la anteposición de alianzas más prometedoras). Para sectores más amplios de población los motivos parecen ser, en cambio, básicamente ideológicos (en el peor sentido de la palabra): la creencia de que «Europa nos roba o empobrece», el miedo a una «invasión de inmigrantes», la defensa de la identidad nacional…

¿Cómo conjurar todos estos motivos? Con la legislación no basta. Con el argumento pragmático -aquello de «juntos somos más fuertes y competitivos»- tampoco (nuevas crisis o cálculos estratégicos podrían dar al traste con esto en cualquier momento). ¿Entonces? Un amigo me decía en broma que lo que Europa necesita es una buena «romería» para aunar a sus habitantes en torno a símbolos comunes e idiosincráticos.

Lo de la romería es una boutade reveladora: el mayor problema de la UE es el desapego de sus habitantes y la ausencia de referentes culturales comunes y efectivos; algo que hace que, para la mayoría, Bruselas no sea más que un negociado administrativo enorme, complicado, costoso y lejano.

¿Por qué no existen esos referentes culturales? La falta de un idioma común no es un obstáculo insalvable (hay naciones cohesionadas y plurilingües); la «crisis de valores» asociada a la globalización cultural tampoco (dado que los valores «globalizados» son precisamente los europeos); la extinción de la vieja educación humanística -sustituida por la «cultura-TED» y la Wikipedia- tampoco es razón suficiente: estudiar a los clásicos o conocer las vanguardias pictóricas está muy bien (nos traen algo del «espíritu» europeo) pero por sí mismo no basta: incluso si todo el mundo leyera por las noches a Zweig o a Kant, la UE seguiría siendo algo culturalmente deslavazado y abstruso. ¿Por qué?

La verdad es que la causa principal de la poca entidad del proyecto europeo es que este es inconsistente desde su raíz. Los Derechos Humanos, los viejos principios republicanos (Libertad, Igualdad, Fraternidad), la autoridad de la razón, el rechazo de los dogmatismos religiosos y políticos, todo esto es radicalmente incompatible con el principio y la pulsión irracional que rige verdaderamente el mundo (a Europa y a sus hijos políticos ante todo, pues fue en su seno que nació y se desarrolló): el principio de propiedad y la pulsión por acumular riquezas sin límite alguno. Frente a esta pasión irrefrenable y sus consecuencias (una competitividad inmisericorde, una desigualdad económica abisal, la esclavitud de la mayoría a las leyes del mercado, el más absoluto -e invisible- dogmatismo político...), la alusión a la Fraternidad, la Igualdad o la Libertad no es más que «flatus vocis», un simple brindis al sol.

No es pues -como afirman algunos- que los ideales ilustrados y humanistas europeos sean demasiado «racionales» o «abstractos». No se trata de erigir nuevas «emociones políticas» (Nussbaum) o rescatar la vieja «religión civil» de Rousseau o Mill. Lo abstracto nunca es por exceso sino por defecto de razón. Lo abstracto -Hegel dixit y la gente sabe- es lo racional cuando en lugar de encarnarse, transformándolas, en realidades objetivas, se reduce a mera retórica ante el empuje de las pasiones subjetivas más irracionales. Es «realidad» (es decir: plena racionalidad) y no «encanto» lo que les falta a los ideales europeos, y por eso -y no porque sean pobres incontinentes emocionales- es por lo que los ciudadanos no se los creen.

La contradicción entre el capitalismo neo-liberal y los principios que dice representar Europa es insoluble y pudre no solo el proyecto europeo sino todo lazo social y político (naciones incluidas) que no responda a la nuda «pasión» del capital. Y esto no hay romería (o festival de Eurovisión) que lo salve. Frente a lo que a veces se cree, la cultura popular no puede mantenerse de esa mezcla de pasiones oscuras y reverendas vacuidades de las que vive el discurso político o la melancólica (o cínica) retorica cultural de las élites más ciegamente acomodadas.

*Profesor de Filosofía.