La instauración de la unión bancaria de la eurozona era un objetivo reclamado. Debía suponer un hito en la construcción de Europa, un punto irreversible en la integración financiera de los países de la Unión. Pero el resultado es un parto de los montes: tras grandes expectativas, el acuerdo es muy modesto y muy difícilmente va a suponer un vuelco de la situación actual, porque la capacidad ejecutiva para la resolución de crisis bancarias se deposita en manos de expertos de cada país y no en una autoridad política común como la Comisión Europea, porque el fondo europeo para sanear o cerrar bancos con problemas tardará más de 10 años en quedar completado y porque la mutualización de esa ayuda entre los integrantes de la Unión queda finalmente muy diluida. Una vez más, Alemania, con una Angela Merkel con renovado poder tras las elecciones, ha logrado imponer su criterio y salvaguardar sus intereses, no solo los de los contribuyentes sino los de unas cajas de ahorros sobre cuya fortaleza no pocos analistas tienen dudas.