A las mujeres que tienen que dar a luz en el campo de Idomeni las llevan al hospital de Kilkis, se les hace una cesárea sin contemplaciones y tras dos o tres días se las devuelve a las condiciones nada higiénicas del campo. Si los refugiados que allí viven comen, visten y tienen atención médica y anímica es gracias a las oenegés y a los voluntarios llegados de toda Europa para dejar claro con sus hechos y con su entrega que ellos no tienen nada que ver con los gobiernos de sus países, que les han cortado el paso a esos miles de seres humanos que huyen de la guerra, la muerte y la desesperación, gobiernos que pagan a Turquía para que les haga el trabajo sucio y con seguridad ofrecen a Macedonia contrapartidas a cambio de que mantengan la frontera cerrada. Y miran hacia otro lado cuando los refugiados que logran llegar a Macedonia a través de las montañas son apaleados en el monte por la Policía macedonia, que los devuelve maltrechos a Idomeni. Las autoridades quieren concentrar a los refugiados en campos oficiales regentados por el ejército. Lo cierto es que el número de refugiados que desfila hacia ellos crece día a día, pero principalmente porque el Gobierno griego les advierte de que solo renovarán su permiso de estancia en Grecia (que tiene una validez de tres meses) si abandonan Idomeni y van a esos campos oficiales. Así pues, la Unión Europea adopta a través de Grecia una solución históricamente muy suya: escurrir el bulto. Idomeni dejará de existir, sí, tiene los días contados. Pero para esconder el problema debajo de la alfombra.