El incremento del número de universidades ha permitido la democratización de la enseñanza superior. Pero la democratización nunca debe significar la pérdida de los valores y aptitudes que tradicionalmente han caracterizado a la institución universitaria. El acceso general a la enseñanza superior no debe tampoco suponer su degradación. Ni su vulgarización. Mucho menos el menoscabo de su credibilidad por la generalización de prácticas deshonestas y poco trasparentes.

La universidad se concibe como una institución que no se limita a ser mera transmisora de conocimientos. Ha de representar en cada momento el punto que dinamice la sociedad con una capacidad de generar el cambio y promover el progreso humano. Su papel originario es ser un universal de superación. Sus planteamientos, en consecuencia, han de ser críticos y éticos. Por eso, si la corrupción representa un desprestigio para cualquier institución, mucho más para la universidad.

No vamos a afirmar que la institución universitaria haya estado históricamente libre de corrupción. Las prácticas caciquiles de muchos profesores, el nepotismo y endogamia en la selección del personal o las guerras científicas entre escuelas, entre otros vicios, han privado muchas veces a la universidad de transparencia, democracia o progreso científico, aunque, salvo casos aislados, siempre ha sido una regla de conducta intentar preservar de un modo honesto y justo las exigencias en la evaluación de los alumnos. De ahí que la relajación que se observa en estos últimos tiempos en algunos centros, sobre todo con el trato de favor a personajes públicos, no encaja en su quehacer histórico, lo que supone un desconcierto para la mayoría de los docentes y discentes que actúan con honestidad y rigor científico.

La intrusión de la clase política en cualquier institución nunca depara nada bueno. La universidad tampoco es una excepción. Recordemos que, en nuestro país, tras la Guerra Civil, y como consecuencia principalmente de exilios y depuraciones, se produjo un ascenso a cátedras o plazas de profesorado de personajes poco cualificados con el único mérito de tener ideas políticas afines al movimiento. El tiempo se encargó de depurarlos científicamente y acabaron en el ostracismo académico. Es un hecho comentado que, en la época más virulenta del terrorismo etarra, en la Universidad del País Vasco se dieron casos de permisibilidad académica con activistas de la banda criminal. Pero salvo casos excepcionales, no se habían constado conductas tan recriminables como las que en estos días estamos conociendo.

Parece que lo único cierto en los títulos o másteres de algunos políticos es el abono de los derechos de matrícula. Ese es el negocio. Los recortes en la financiación y la disminución del número de alumnos están impulsando a algunas universidades, para hacer caja, a ofertar títulos, másteres o cursos de postgrado con contenidos aparentemente atractivos y grandes facilidades para alumnos con influencias o poder económico. El político, el alto funcionario o el ejecutivo que desea ascender en su estatus profesional se inscriben encantados. La matrícula, la mayoría de las veces, corre a cargo de alguna institución pública o empresa. Y poco más tienen que hacer estos peculiares alumnos, que no estudiantes. En este tráfico de influencias, unos perciben derechos económicos y otros derechos académicos.

Alarma esta total falta de ética. Porque, en tanto que los alumnos rasos tienen que cursar todas las materias sin prebendas, estos privilegiados ciudadanos disfrutan de exoneración de cargas docentes, regalos de calificaciones o convalidaciones graciosas.

La cultura universitaria no debe tener como único fin la mera expedición de títulos, y menos mercantilizarlos. La universidad es un compromiso ético. El paso por las aulas, la convivencia estudiantil y la vida cultural que la conforman dejan una impronta de aptitudes y habilidades humanas que forman al universitario para poder desarrollar mejor sus competencias profesionales.

En los tiempos que corren, en los que se constata una sociedad en crisis--no solo económica sino de ideas--, con una juventud desesperanzada, la universidad debe dar respuesta de una forma ética a los problemas con que se enfrenta la humanidad y a las necesidades de la vida económica y cultural. Debe ser un centro de renovación de valores. Debe erigirse en el punto en que confluyan opiniones y críticas para preparar plenamente al individuo bajo un saber dinámico que pueda proyectar hacia el futuro ilusión y esperanza. Por eso en este proyecto no caben ni la deshonestidad ni los privilegios.