Lo mejor que me ha pasado en la vida ha sido estudiar en una universidad británico-irlandesa. Los buenos recuerdos proceden ya de los días de mi llegada, en que me sentí verdaderamente bienvenida. Debo confesar que hasta entonces había sido una estudiante mediana, pero en aquel ambiente de fomento por el estudio y la reflexión, con grupos pequeños, buena disposición de los profesores y bibliotecas gigantescas, me volví muy estudiosa y la vida me cambió.

No es casualidad que los premios Nobel de Química y de Física de este año estén asociados a las mejores universidades del mundo: la ETH de Zúrich, la Universidad de Tokio o la Universidad de Manchester, que tiene el privilegio de tener 25 premios Nobel entre estudiantes y profesorado. Cualquiera que haya estudiado en universidades anglosajonas se da cuenta de que nuestras universidades necesitan pasar por grandes reformas para adquirir niveles de calidad en investigación y enseñanza internacionales. Una de las pruebas de nuestras carencias es que, un año más, continuamos sin tener ninguna universidad entre las 100 mejores del mundo, según los rankings internacionales Shangai Jaio Tong y Times Higher Education. En su mayoría son norteamericanas y británicas, pero también encontramos latinoamericanas, las asiáticas están escalando posiciones rápidamente y ya hay tres chinas entre las top 100. Y es que países como Japón, Corea del Sur, Taiwán y China han comprendido la importancia de la educación para su economía. Estos rankings miden la calidad de la investigación y la enseñanza, las posibilidades de encontrar empleo por sus graduados y su capacidad para atraer estudiantes internacionales. En el caso de las británicas, son universidades con mucha autonomía y con una visión propia y pasan sistemáticamente por diversas formas de evaluación, tanto de la calidad de la enseñanza como de la investigación. Uno de los éxitos del sistema británico es debido al RAE, de tan buenos resultados que se está copiando actualmente en Australia y Hong Kong. Se trata de una evaluación de investigación que se realiza cada cinco años por parte de las organizaciones gubernamentales, que otorgan financiación universitaria en función de la calidad y la cantidad de investigación desarrollada. Eso lleva a que siempre se intente contratar a la persona con más talento y se evite la endogamia, que tanto daño ha causado a la universidad pública española.

XINICIATIVASx para potenciar la universidad, son positivas, pero si no van acompañadas de un verdadero esfuerzo colectivo de cambio cultural tendrán poco éxito. La capacidad competitiva de la empresa española ha caído, este año, del puesto 33 al 42, según datos recientes del Foro Económico Mundial. Si no se produce una mejora de la formación y la investigación, nos quedaremos atrás. De entrada, los rectores universitarios tendrían que ser figuras con poder real para llevar a cabo reformas. Tal vez sería necesario revisar la forma en que los rectores son seleccionados. Necesitamos rectores que dirijan las universidades con la eficacia de las empresas privadas, pero teniendo en cuenta el servicio público que deben ofrecer, con un verdadero afán de excelencia y de competitividad. Las universidades deben ser autónomas para diseñar estrategias y potenciar sus puntos fuertes. El personal debe poder ser trasladado si es necesario. Tenemos catedráticos que publican poco o nada y muchos cerebros que siguen huyendo.

El Espacio Europeo de Bolonia representa una oportunidad de cambio, ya que no es más que una adaptación al sistema universitario internacional y ayudará a las universidades a competir en el mundo global. Facilitará la movilidad de estudiantes e investigadores, puesto que los cursos de las diferentes universidades serán compatibles, más flexibles y se podrán adaptar mejor a los cambios laborales que implicará la globalización. Ahora sería necesaria la creación de un ranking de las universidades españolas y que se hiciesen visibles datos como la satisfacción de sus estudiantes, la calidad de la investigación, el empleo al finalizar los estudios, la ratio de estudiantes, las cifras de abandonos o el número de estudiantes extranjeros. La nueva cultura debería pasar no por estudiar en la universidad más cercana al domicilio del estudiante, sino en la que ofrece programas más competitivos y garantiza una salida laboral de futuro. Ahora que entramos en campaña, los partidos políticos podrían incluir el objetivo de tener mejores universidades. Si nuestras escuelas de negocios figuran entre las mejores del mundo, ¿por qué no pueden hacerlo las universidades públicas?