Reconozco un universo en cada persona cuando la miro. Ella, la decoradora de sueños, tiene varios que la mantienen despierta, aunque a veces se conviertan en un viaje a la ansiedad porque las cosas no le salgan tan rápido como pensaba. Es normal cuando se busca la belleza y no solo el negocio. A él, el cantautor que vuelve del silencio, no le importa jugarse la vida otra vez en el escenario, a pesar de que los nuevos y jóvenes espectadores, acostumbrados a artistas de otra edad, no recuerden su nombre. A mi pequeña, que tanto imagina y crece cada mañana, ya dejaron de gustarle las muñecas y ahora empieza a hablar de ese universo en el que se mezclan los pasos de baile, las series de adolescentes y sus compañeros de clase. Tanto, tanto por vivir... Al señor que cada mediodía me sirve solícito una cerveza le quita el sueño que, después de una vida currando, aún tenga que volver a empezar muy pronto en otro local al que se ve obligado a trasladar una actividad que le mantiene vivo y sociable. Y mi madre, que ya vive sola, se afana en que la comida de cada día nos sepa tan bien como siempre. Ha pintado la casa y está mejor que nunca, aunque las heridas del alma roben kilos a su cuerpo. La admiro cada día más. Y así, en el silencio de esta mañana, estoy seguro de que cuando haya amanecido el taxista de mi calle emprenderá otro viaje, el oficinista intentará afanarse en su labor para darle brillo al día y la mujer que friega escaleras pensará que, seguro, esa misión es la más fiable para llevar el pan a su familia. Nuestros universos son variables, confusos, nerviosos, ilusionantes y reales. Tanto como nosotros mismos, que vivimos de los que nos creamos para sobrevivir un viernes más.