WLw a vida está repleta de contrastes, y el deporte ha ofrecido una dramática metáfora de ello en Berlín y en una cresta del Latok II, en el Karakorum paquistaní. Por una parte, la euforia desatada por una nueva gesta inhumana, un hombre corriendo a 44 kilómetros por hora (9.58 segundos en 100 metros); por otra, la angustia por un ser atrapado a 6.300 metros de altitud, con una muñeca y una pierna rotas y que sospecha que nunca lo van a poder rescatar. El mundo ha quedado admirado con la carrera del velocista jamaicano Usain Bolt y casi nada sabía del alpinista aragonés Oscar Pérez. A Bolt lo conoce media humanidad, lo disfruta el mundo entero. A Pérez solo lo conocían sus amigos, que se jugaron la vida por intentar salvarlo y no pudieron lograrlo. Bolt disfruta de la fama bien ganada, y Pérez gozaba del anonimato que deseaba. Nadie le pidió a Oscar Pérez que arriesgase tanto, que intentase subir una de las paredes de mayor dificultad del mundo, pero los alpinistas hacen eso por placer, no para ser reconocidos a nivel mundial. Pérez jamás pretendió la popularidad, la marca, el récord mediático, único, que Bolt persigue en cada carrera: se conformaba con sentirse el rey del mundo en la cima del Latok II. El deporte está lleno de héroes anónimos a los que solo se presta atención en la desgracia. Perseguir hollar la cima de los 14 ochomiles de la Tierra es tan admirable como escalar una pared de alta dificultad donde lo de menos es la altura y lo de más el esfuerzo personal para coronarla. Usain Bolt logró la gloria en menos de 10 segundos. A Oscar Pérez, cada segundo debió de parecerle una eternidad.