WEwl gran éxodo de la Semana Santa, que comenzó ayer, vuelve a poner a prueba la capacidad de las administraciones para controlar el tráfico en unos días en los que se producen millones de desplazamientos por carretera. Es previsible que dentro de una semana estemos haciendo balances sobre las estadísticas de accidentes y de víctimas en el asfalto en estas minivacaciones. Y también lo es que vuelva a levantarse el clamor contra los servicios oficiales encargados de la seguridad vial.

Sin embargo, sería oportuno que siguiera abriéndose paso la idea de que los conductores, todos los conductores, tienen una responsabilidad ineludible para evitar la sangría anual de muertos en las carreteras españolas.

La campaña lanzada estos días por la Dirección General de Tráfico acierta al hacer hincapié en ese aspecto: los poderes públicos pueden alertar, ayudar, señalar o multar, pero la responsabilidad última recae, aunque no nos guste reconocerlo, en el ciudadano que se sienta al volante, quien contrae la obligación inexcusable de mantener normas mil veces repetidas como la moderación de la velocidad o la abstinencia del alcohol antes de conducir. Un país adulto tiene en este terreno la oportunidad de demostrarlo.