TPtor obligación o devoción, me he pasado la vida viajando. De cada incursión vuelvo con un objeto u otro. Así que centenares de adminículos viven ahora conmigo, silenciosamente inmóviles en estantes y rincones varios de mi casa. Me observan y, de vez en cuando, los observo. Están ahí, recordándome lugares y momentos. Responden a compras compulsivas o a operaciones meditadas, efectuadas a veces con algún esfuerzo. En todo caso, todos van asociados a circunstancias evocables.

Muchos de esos objetos se codean con los libros que tapizan las paredes de mi casa. Con ambos he acabado forrando mi hogar de recuerdos y papeles. Ahora no sabría prescindir de ellos, pero no sé si fue buena idea irlos reuniendo. Serán un problema cuando muera. Quienes me siguen no sabrán cómo sacárselos de encima sin ofender mi memoria (que seguramente maldecirán en silencio, preguntándose por qué llegué a acumular tanto trasto). O tal vez ni siquiera eso: sin miramientos, llamarán al trapero y listo. Me hago cargo.

La vida es un oportuno conjunto de gestos inútiles que te llevan a la muerte. Inútiles, pero circunstancialmente oportunos. Te ayudan a vivir, o sea a irte muriendo. Al hacerte mayor, te preguntas si todo ello valió la pena. Si eres sincero contigo mismo, debes admitir que no mucho. Pero para llegar a esta desgarrada lucidez has de transitar los caminos del oropel, paradoja lamentable. Necesitamos lo innecesario justamente para comprender su superfluidad. Puede mirarse de otra forma: los recuerdos del pasado vivido en plenitud revitalizan la vejez. No deja de ser una miseria, pero reconforta. Por eso amo tanto esas figurillas y esos objetos variopintos, alguno realmente valioso, la mayoría simplemente entrañables para mí. Son cuanto me queda de lo que ya no tengo. Cuando los tiren, no estaré para lamentarlo.