Escritor

De poniente a levante. De oeste a este. De occidente a oriente. Y luego, viceversa. Atravesamos la semana pasada media España, más de mil doscientos kilómetros en dos días, al volante no de un Chevrolet, como Pessoa, ni camino de Sintra, como el poeta portugués, sino en un Ford y en dirección a Valencia. Hace diecisiete años hicimos un viaje parecido. Entonces, de noche y no por la misma ruta, ni por autovía, como ahora. Las razones, parecidas. En aquel caso para asistir a un congreso de poesía y en éste para leer poemas, algo que en aquel lejano tiempo también hicimos. Esta vez no en el clásico claustro de la antigua Facultad de Letras sino en el llamativo edificio del Palau de la Música, obra del polémico arquitecto catalán Ricardo Bofill; una obra con enormes cúpulas de cristal, a modo de invernaderos, donde crecen, cómo no, naranjos. En ambos casos, los mismos anfitriones: los poetas Vicente Gallego y Carlos Marzal. La Valencia que conocimos entonces sigue, en lo sustancial, idéntica. Es la próspera ciudad comercial del centro; tan mediterránea, tan luminosa. Con ese toque de ajada elegancia que tienen todas las ciudades que están al borde del mar. Más respirable ahora, eso sí, que en aquel tórrido mes de julio del 1987. Sin embargo, la Valencia de los alrededores del Palau y del hotel es otra. Entonces, ni siquiera existía. Es la bautizada como Ciudad de las Artes y las Ciencias y su entorno: el del elogio y el apogeo de la arquitectura, hightech sobre todo. Una ciudad de hormigón, acero y cristal que dominan, en obra y en espíritu, las creaciones del ingeniero Calatrava. Donde hubo descampados, almacenes, pequeñas industrias y talleres, en las cercanías del puerto, se levantan hoy rascacielos y enormes edificios de esos que llaman emblemáticos. Sobresalen por encima de las chimeneas de ladrillos que se conservan a modo de humildes vestigios. Entre todos, el casi terminado Palacio de la Opera. Más allá de que uno guste de ese alarde, asombra ponerse debajo de la obra y contemplarla. Las desproporcionadas formas de hormigón, de dimensiones apabullantes, parecen volar ligeras, como si fueran de papel, por encima de nuestras cabezas. Entre la fría neblina de febrero, observado después desde lejos, la Opera y el resto de construcciones dan a esa zona un aspecto decididamente ajeno a este lugar. Más bien parece que estemos en Hong Kong o en cualquier ciudad de la nueva China o, en fin, en una de esas urbes ultramodernas de Extremo Oriente.

Nosotros, qué duda cabe, seguimos prefiriendo la vieja Valencia, menos cosmopolita acaso, pero mucho más genuina. Con todo, no viene mal de vez en cuando un poco de inmersión novísima, de aires futuristas incluso. No sé si eso casa muy bien con la poesía que escribimos; no tan urbana, ay, como el contexto. Para compensar tal vez esos excesos nos invitaron a leer poemas en el pueblecito de Gargüera (su censo no llega a los 200 habitantes), a dos pasos del molino de agua de nuestros amores.

Nos convienen estos saltos, diríamos, en el vacío. Para que no nos pongamos demasiado estupendos. Del Palau de la Música al Hogar del Pensionista. De la ciudad al campo. Eso sí, el mismo hombre con los mismos poemas para idénticos seres humanos.

En nuestro viaje anterior, conocimos en persona al poeta César Simón, muerto a deshora hace unos pocos años. Esta vez nos trajimos de Valencia sus magistrales Papeles de prensa . Allí ha dejado escrito: "Vivir es deslizarse". En eso andamos.