Asistimos, los que ya somos talluditos por edad, a un espectáculo increíble con esto de la reforma constitucional que, en virtud de un pacto, por una vez, entre el PSOE y el PP, entre Zapatero y Rajoy , ha reformado el artículo 135 de la Constitución, utilizando para ello el procedimiento legislativo de lectura única y trámite de urgencia. De la reforma son coautores, por igual, ambas formaciones políticas, aunque también se haya sumado a ella UPN.

Se dice que hay que poner controles y límites al gasto público, medida que se justifica como una exigencia de Europa, Alemania y Francia, y de los mercados, fondos de inversión y banqueros, como si ese límite de gasto no hubiese sido traspasado principalmente, por los que ahora quieren colocarse ronzales constitucionales, a ver si así cumplen lo que es exigencia razonable de los principios básicos de la hacienda, de la buena administración, es decir, algo que nuestros gestores deberían haber asumido y practicado por propio convencimiento.

En realidad, como en las usuales pólizas de los contratos de todo tipo, hay que leer la letra pequeña, esa que no se reseña en los reclamos publicitarios de dichos productos y que aquí también existe, aunque no en la Constitución alemana, de donde se copia todo lo demás, dicho sea en román paladino.

En efecto, deslizado en el texto, pero omitido por el agitprop de la reforma, se consigna que el servicio de la deuda pública, es decir, el pago del principal y de los intereses, tiene prioridad absoluta sobre todo tipo de pago. Para entendernos, llegado el caso, los banqueros y fondos de inversión tienen asegurado que se les pagarán sus créditos antes que los sueldos y salarios de las personas que trabajan para la administración, antes que pagar a los proveedores de los servicios públicos, o antes que satisfacer las obligaciones contraídas con contratistas de obras y servicios. Vamos, antes que el recibo de la luz de los colegios o las medicinas de los enfermos, por poner sencillos ejemplos. En el caso más extremo, tendríamos que pagar impuestos para saldar dicha deuda, aunque no se prestara ningún tipo de servicio público. Una suerte de tributo por respirar.

No deja de ser paradójico, que el mismo gobierno que puso en funcionamiento las medidas a la dependencia, coloque en la letra constitucional la preferencia (prioridad absoluta, dice) del capital sobre lo social, cuando existen precedentes legislativos en sentido opuesto. Y no deja de ser sorprendente, que una oposición, que dice aspirar a hacer de España un país de primera, nos coloque en una posición casi bananera, bajo el designio de los mercados, abdicando de la esencial soberanía nacional que, llegado el caso, permite a los Estados denunciar la deuda pública.

Una vez más el capital sale triunfante y no ya con rositas sino con laureles de triunfo romano, pues de esta coyuntura financiera, que curiosamente en gran parte ha sido generada por ellos, los bancos, se alzan ahora en España con el premio gordo, las cajas de ahorros, porque las mismas, año tras año, ganaban cuota de mercado. Por eso había que disolverlas y para eso había que crearles mala prensa, aprovechando el primer tranvía, el de alguna entidad mal gestionada, para aseverar un millón de veces que la causa de esa gestión deficiente estaba en la politización de las mismas. Y ya sabemos que una falsedad un millón de veces repetida se convierte en un hecho irrefutable.

Con la reforma constitucional en curso nos dejamos, además, muchos pelos en la gatera, pues se abre un portillo, que como hemos visto en otros momentos, será difícil de cerrar (baste recordar la cesión del 15% del IRPF a las comunidades autónomas, cuando ya estamos en el 50%) porque si se puede reformar la Constitución de la noche a la mañana, por urgencia, en lectura única, a dos meses de las elecciones, y sin consulta popular (como la que se hizo en diciembre de 1978) se sienta un principio según el cual se podrá reformar para otros supuestos y casos. Todo dependerá en el futuro de la coyuntura política y así podemos plantearnos votar la autodeterminación territorial, nunca derecho, o ajustar la Constitución a tal o cual estatuto y no al contrario. Ya me entienden. Dependerá de cuanto y cuantos votos parlamentarios se necesiten en cada momento, pues ya vemos que es más fácil alterar la Constitución que hacer una modificación puntual del plan municipal de ordenación urbana de cualquier ciudad o pueblo.

La Constitución no es un texto sagrado, nunca lo son, por mucho que en algunos casos se autoproclamen permanentes e inalterables, pero abordar su modificación por el procedimiento señalado es diluir irremediablemente su valor y dar cuartos a los pregoneros ansiosos de encontrar alguna excusa para salirse del consenso constitucional. Ya la tienen, ya lo han dicho. Se ha dado, pues, un primer paso para convertir la Carta Magna en una carta de la baraja, en la que cada cual seleccione su palo, aunque ahora parece que pintan bastos.

Por eso estos días no estoy especialmente orgulloso de ser español, porque me creí ciudadano y me tratan como súbdito. Claro que los sentimientos, como los votos, son personales e intransferibles.