Estamos acostumbrados los extremeños a ser los últimos de la clase en todo tipo de rankings, pero en literatura, por suerte, vivimos una época dorada. Ya hablé otras veces de la buena salud de la poesía y la narrativa, y lo mismo puede decirse de los estudios literarios. En la última década, el Premio Internacional de Investigación Literaria ‘Gerardo Diego’, ha sido ganado por tres extremeños: lo ganó el cacereño José Luis Bernal, lo ganó un servidor en 2009, y el año pasado lo conquistó el pacense José Antonio Llera con su libro Vanguardismo y memoria. La poesía de Miguel Labordeta, el más completo estudio sobre un poeta que, por su temprana muerte a los 48 años, pero sobre todo por su originalidad al margen de escuelas y epigonismos generacionales, logró un reconocimiento muy inferior a sus méritos, mucho menor a la fama que lograría su hermano menor, José Antonio Labordeta, el cantautor, diputado y protagonista de Un país en la mochila.

Hijo de un profesor represaliado, Miguel Labordeta (1921-1969) escribió desde los años cuarenta una poesía de rasgos surrealistas, marcada por el trauma bélico y que, frente a la pomposa y edulcorada de los garcilasistas, no ocultaba la miseria y suciedad de la España de su época. Era previsible que su primer poemario, Sumido 25, tuviera problemas con la censura. Ésta, como demuestra el cotejo que hace Llera, usaba dos varas de medir, permitiendo casi todo a Camilo José Cela, niño mimado del régimen, cuyo libro Pisando la dudosa luz del día fue ensalzado por su censor (Leopoldo Panero), mientras que el de un hijo de rojo como Labordeta era machacado por otro censor, Pedro de Lorenzo, falangista extremeño, tan buen escritor como mezquino personaje. Como resume Llera, «no existía una separación neta entre el Estado y los grupos que dominaban el campo literario». Claro que no: el ser vencedores les daba un poder que nunca hubieran conseguido por sus méritos literarios.

Como también pertenecer a uno u otro bando implicaba tener a los familiares muertos en la guerra enterrados con honores y sus nombres inscritos en los monumentos, o sepultados en algún lugar desconocido, anónimos y silenciados. La memoria insepulta de los muertos republicanos recorre la obra de Labordeta, con un desgarro y tono visionario que lo diferencian. Su tutor de tesis le desaconsejó publicar Sumido 25 para que no le perjudicara, pero él prefirió renunciar a una posible carrera universitaria para ser él mismo, como ironizaría en su poema ‘Hombre sin tesis’. A partir de los años sesenta, Labordeta corta amarras y funda una vanguardista Oficina Poética Internacional. Entre el esteticismo de Carlos Edmundo de Ory y el panfletarismo de Gabriel Celaya, Labordeta va conformando una obra que, desde Transeúnte central (1959) a Los soliloquios (1969) conjuga las rebeldías contra el orden franquista y contra el lenguaje anquilosado.

Gabriel Matzneff tituló Maîtres et complices a su recopilación de ensayos sobre escritores admirados. Para los poetas que tienen la generosidad y/o capacidad de escribir sobre otros, hay escritores que son tanto maestros como cómplices de trayectoria. Los estudios de José Antonio Llera sobre poetas como Labordeta o García Lorca forman parte de un diálogo interminable que continúa en sus propios libros de poemas, como El síndrome de Diógenes o Transporte de animales vivos.