Hace veinte años los aviones iban a pararse en pleno vuelo y caerían a plomo sobre las ciudades a oscuras, solo iluminadas por el terror de los atrapados en el cambio de milenio. Se llenaron las portadas de los efectos de pasar al año dos mil, entre los que se encontraba la paralización de todo tipo de ordenadores.

Siguiendo el mejor guion de ciencia ficción que he leído nunca, ningún informático había previsto las fechas, con lo que a las doce de la noche del día treinta y uno, los ordenadores volverían a ponerse a cero, y el caos se adueñaría de nuestro planeta. En realidad pasaríamos a mil novecientos, con lo que todos los sistemas informáticos viajarían cien años al pasado. Hospitales, bancos, aeropuertos y semáforos se volverían tan locos que las autoridades dieron recomendaciones para no salir de casa, e incluso hubo quien compró como si no fuera a haber un mañana y se atrincheró en el sótano cargado de latas y bidones de agua.

Iban a reventar las compuertas de los pantanos, los reactores nucleares y el alumbrado navideño. Los misiles saldrían al espacio y no funcionarían las alarmas. Por supuesto fue la noche estrella de las predicciones apocalípticas. Mayas redivivos, profetas de baratillo y otros iluminados hicieron su agosto ese diciembre. Yo recuerdo a mi padre sacando dinero del banco esa misma tarde, por si acaso, y a toda la familia pendiente de ese segundo final que iba a cambiar nuestras vidas o al menos iba a detener el reloj de la Puerta del Sol para que de una vez por todas nos comiéramos las uvas después de los cuartos.

PERO llegaron las doce, y el mundo no estalló.En las casas, los jóvenes se vistieron con sus mejores galas, los niños siguieron jugando y los mayores nos pusimos la bata manta haciéndonos los nostálgicos de la juventud perdida, pero más contentos que un ocho por no salir de casa.

Podríamos sacar como conclusión que todo fue un montaje para que los gobiernos gastaran mucho dinero en prevenir el llamado Efecto 2000, por ejemplo, el gobierno español se gastó unos cuatrocientos veinte millones de euros. O también que gracias a las medidas tomadas, no hubo una catástrofe. O que nuestra vida depende demasiado de la tecnología, y un simple fallo nos puede condenar de nuevo a la edad de piedra. O que generar un estado de pánico colectivo es facilísimo. O mi conclusión personal: en el año dos mil yo no tenía hijos y era aún la hija pequeña de mis padres, que ya no están con nosotros.

Cada vez que me acuerdo de ese día, pienso que el fin del mundo no tiene nada que ver con aviones que caigan a plomo en mitad de la noche. El verdadero miedo empieza en las sillas vacías, pero también en el vértigo de las que se llenan, en la llegada de la muerte y el irrumpir de las nuevas vidas. Ese estado de incertidumbre es a la vez doloroso y alegre, y sobre todo innato a nuestra propia condición humana. Afrontar y asumir que estamos aquí de paso, y sobre todo, aprender a vivir sabiendo que no tenemos todo el tiempo del mundo es mucho más difícil que superar un cambio de milenio. La buena noticia es que no cuesta dinero. Feliz año.

* Profesora y escritora