Hace 25 años se hundía un imperio y moría un mundo bipolar. El fin de la URSS, simbolizado en el arrío por última vez de la bandera roja del Kremlin, no fue un cataclismo social y político a primera vista. Un acto administrativo liquidó 70 años de un régimen. Sin embargo, aquella desaparición de una de las dos grandes superpotencias del momento generó un magma espeso cuyo movimiento no ha acabado. En lo que era la Unión Soviética nacieron nuevos estados. Algunos aún no han encontrado acomodo. Rusia, con un Putin que cree que aquella desaparición fue «la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX», lucha por ocupar el lugar de potencia mundial que cree que la historia y la geografía le han reservado. Lo demuestra ahora en un teatro de operaciones tan sangriento como es la guerra de Siria. Socialmente, aquella arriada de la bandera roja significó la vía libre para toda la clase corrupta generada por el comunismo, que adoptó con celeridad los principios del peor capitalismo generando una nueva clase dominante en lo económico y un mayor empobrecimiento de las clases populares, con el aderezo del nacionalismo rampante que ha sustituido al marxismo-leninismo.