Catedrático de la Uex

En plena madrugada muchos autobuses se pusieron en marcha. Cientos de enamorados de la montaña iban a iniciar el rito anual de la más antigua de nuestras travesías. A las 08.45 horas, pie en tierra, en Tornavacas, en el inicio del camino que el emperador Carlos emprendiera en noviembre de 1556 hacia Jarandilla de la Vera.

Los primeros pasos fueron acompañados de una lluvia fina, por un camino que serpenteaba con el río Jerte, engañando a nuestros pies que creyeron que la falda de la sierra bajaba, más que subía. Engaño de los que muchas veces se quisieran, por cuanto ascendía por un paisaje de ensueño. Entre avellanos de amplias copas. Por un robledal de hojas multicolores, presidido por un ocre otoñal. Entre senderos que rompían la montaña. Así, poco a poco, tras más de dos horas, el collado de las Losas brindaba un descanso, para admirar el valle, sus pueblos, y entre ellos el más cercano a ese mágico lugar, el pueblo del Jerte. Desde él, ascendiendo, la garganta del Infierno, perdida a nuestra vista, pues tal fuera el engaño que ya estábamos mucho más arriba.

Mirando al cielo, buscando los más altos picos, nos adentramos por la garganta de la Serrá, por una senda sin retorno. Hacia atrás desaparecía el valle, mientras por delante la magia retaba a más y más subida. Enfrente, majadas de piedras, semiderruidas, traían a la mente antiguos pastoreos que dieran sentido a muchas vidas. Y a lo lejos, el puente nuevo, mejor de Carlos V, incomparable. Tan incomparable como la clase de los montañeros, los del Club Cacereño de Monfragüe, como José María, médico, regresando hasta las Losas con una persona accidentada. Como Santos, su presidente, o Jorge y Joaquín, otros enamorados de la belleza, con los cuales el cansancio desaparecía, envuelto en palabras con la melodía de la naturaleza prendida. Por el collado de la Llana ascendíamos, entre robles con el tronco rodeado de musgo, entre helechos, y con la presencia de piornos, típica vegetación que diera nombre al pueblo más alto de Extremadura, escondido a nuestra derecha detrás del collado de la Panera.

Eran ya las 13.00 horas cuando la fuente del castaño rojo nos brindara un descanso, merecido y necesario para lo que quedaba. En una hora cruzábamos el arroyo del Hornillo, por un territorio con un mar de brezos. Y en una hora más, a las tres de la tarde, el collado del puerto de las Yeguas, el puerto que atravesara el emperador, último puerto antes del de su muerte, según sus propias palabras, se hizo nuestro. Ya estábamos arriba, ya la belleza no podía crecer. Ya era plena. Desde allí, impresionante mirador, no sólo se recorría el esplendor de la Vera, desde Jaraíz, pasando por Aldeanueva, casi hasta Jarandilla, tapada por las faldas de la garganta del Yedrón, sino que, además, a lo lejos, la sierra de las Villuercas, dibujaba más belleza extremeña.

Solo faltaba descender entre brezos, escobas, piornos y cantuesos. Luego entre un bosque de castaños y robles, hasta atravesar la garganta de Jaranda por el puente de Palo, para culminar, con el recuerdo del emperador, en la plaza del parador de Jarandilla.

Eran las 18.00 horas de una tarde que moría. Pero era el principio de lo que serán otras muchas, por los senderos de nuestra tierra, con gentes que saben de verdad lo que es la sencillez de la vida. Y la compañía.