Veintiún años para morir, dormir, tal vez soñar. Demasiado poco para hacerse un hombre. Veintiún años de jugar al fútbol o a la play, oler el mar, sentir la sangre en las venas, extrañar a los abuelos, necesitar aún la ternura de una madre. Veintiún años de dejar atrás la niñez, perder la inocencia, aprender a afeitarse, rezar, cantar, gozar el sol en la piel. Veintiún años de hablar español, aprender catalán, tener ideales, conocer a una chica, enamorarse, llorar, reír, obsequiar, recibir. Veintiún años de bailar cumbia o rock, recordar el instituto, viajar a Europa, vivir en Mollet, echar de menos Colombia. Veintiún años para ingresar en el ejército, ser español, cobrar el primer sueldo, construir el presente, planear una familia, despedir al hermano, bromear con la hermana, idear los nombres de los hijos, imaginar un futuro azul, soñar con un mundo mejor, anticipar esa vida que no vivirá. Veintiún años para jurar bandera, besarla, servirla, crecer en valor y disciplina, obedecer a los mandos, cumplir el deber. Veintiún años para tomar un avión. Veintiún años para ir a la guerra de Obama , que no es la de España porque España no está en guerra. Veintiún años para subir a un carro blindado sin suficiente blindaje. Veintiún años pulverizados en un segundo de estruendo y fuego y metralla y sangre y horror. Veintiún años de John Felipe Romero , ¡la edad de mi hijo!, algo mayor que Romeo, algo menor que Aquiles, mucho más joven que Lanzarote. Veintiún años para morir en Afganistán, como mueren los niños, como mueren los héroes. Veintiún años en ese ataúd de rojo y gualda, bandera adoptiva bajo la que una mina le destrozó. En una guerra que no es sino otro enorme sarcasmo humanitario. Veintiún años que no merecieron una sola agradecida palabra del presidente bienintencionado y olvidadizo, insensible al verdadero valor y cegado por el oropel y la apariencia de poder, que lo mismo que no supo confortar en el entierro a la familia, en su desayuno de oración glamouroso y lejano tampoco se acordó de él.