Imaginen un debate sobre descargas en la era digital con los contendientes pertrechados con radiocasetes y estuches de cintas. ¿Patético? Aplíquese el mismo patrón a los sistemas y leyes electorales vigentes, incluso donde no las hay, a lo largo y ancho del Estado y sus comunidades autónomas. Con los recientes cambios en la ley electoral de 1985, los partidos mayoritarios blindan sus privilegios al estilo de los embaucadores que aseguran el triunfo en una timba después de marcar los naipes. Escapar a cualquier intento de ajustar la representación mediante sistemas con mayor proporcionalidad y acordes con las actuales variables demográficas, se ha convertido en objetivo preferente de la partitocracia heredera de una transición nada modélica en poner al día los indicadores de calidad.

Nadie desea aventurarse por las sendas de la proporcionalidad, en busca de una democracia más consecuente con la sociedad de la información. Por no hablar de autonomías donde rigen barreras que convierten la representación electoral en un Dakar con el depósito medio vacío. Cada año celebran el día de la Constitución, famosa por el puente y por algunos derechos fundamentales. También el de la igualdad, excepto en el voto.

Cuando se alumbraron los primeros reglamentos electorales, hace más de 30 años, había pretextos aparentemente consistentes, como paliar las desigualdades entre el campo y la ciudad. Pretexto que fue aprovechado para neutralizar a las minorías supuestamente extremistas. ¡Qué tiempos, los de la guerra fría! Aquellos campos despoblados, hoy convertidos en periferias urbanas espléndidamente comunicadas y con acceso a internet, dejan endebles las coartadas de trileros del voto. A pesar de la tecnología al uso, persiste la afición al casete. Cambien la cinta.