Aveces miraba el horizonte y se preguntaba cómo sería la vida allí. Al otro lado del mar, donde solo existe agua y más agua. Era uno de los tantos sueños que rondaban por su cabeza durante los paseos por la playa, en ese ejercicio que salva almas y limpia los cuerpos de la contaminación diaria de agentes tóxicos. Pero María ya estaba a salvo, aunque no fuera fácil para ella dejar a un lado las interminables jornadas de trabajo de los inviernos, las obligaciones que cumplir y esa sensación de que la vida iba demasiado rápido hasta que llegaban los veranos. Por eso le gustaba otear el paraíso del mar, imaginando barcos llenos de buena comida y compañía, el sonido de las olas golpeando proa y popa y esa sensación real de que el sol acariciaba su piel aunque calentara fuerte.

En los días del estío de esta joven de posición social acomodada y casi la vida resuelta gracias al esfuerzo de cada día también se mezclaban las imágenes de los seres queridos que ya no estaban, las noches de dudas y las pasiones de libros ya leídos y las experiencias pasadas. Mirar al mar era confirmar que quedaba mucha vida por delante, tanto como aquella línea del horizonte que se perdía en la infinidad del océano sin más solución de continuidad que seguir viviendo. Lo que no sabía María es que aquel verano transformaría su vida. Conocería a la persona de la que se enamoró, con quien se casó, tuvo hijos y con quienes volvió al mar cada vez que pudo.

Había logrado cumplir los sueños que antes el horizonte le dibujaba, hasta que un día se hicieron realidad. Su historia es la de un cuento con final feliz, como si la inmensidad del mar le hubiera traído felicidad, como si siempre fuera verano en su vida. Como cuando andaba sola por la orilla y no sabía que los regalos vienen envueltos en papel de ola.

*Periodista.