No he podido evitarlo. Lo admito y hasta me siento culpable. De las muchas tentaciones que tiene el verano hay una que lo supera todo: el móvil. Sí, siento de corazón después de unos días de descanso no haber conseguido no caer en la trampa de no seguir utilizándolo. Alguna llamada, lectura de correos y navegaciones varias por webs de mi gusto habitual han hecho que siga enganchado a mi aparato, aunque me propusiera apagarlo u olvidarlo en un cajón. Creo que debería acudir a un especialista, pienso a veces, una idea a la que pongo freno cuando veo a otros más dependientes que yo del bendito o maligno móvil. Ni el sonido de las olas ni la molesta arena de la playa evitan que el celular siga funcionando a pesar de las vacaciones.

He visto incluso maravillas de las tiendas de chinos como esas bolsas herméticas que te permiten pasear por la orilla con tu Iphone colgado del cuello como si fuera un amuleto. Que se quiten de encima los collares bonitos, que las barrigas tomen su perfil exacto gracias al dispositivo moderno enfundado en plástico... Y de cómo queda con los top less ni les hablo.

Reconozco y admito mi mayor pecado de verano y les advierto que usted también, como yo, necesitará hacer penitencia este próximo invierno. Están por todas partes. Tumbados en la toalla, tirados en las hamacas, metidos con los pies en el agua…

Les he visto con él hasta en el chiringuito, como si estuvieran tomando una caña en el barrio. Por favor, les pido que no se dejen caer en la tentación y repítanse cada mañana que su móvil no es una prolongación de su cuerpo. No es no. Y que hagan la prueba y miren ahora a su alrededor. ¿Cuántos pecadores ha contado? Que venga un médico ya. No puedo vivir sin mi teléfono, ni siquiera cuando estoy de vacaciones.